A mi primer libro de cuentos le había ido bastante mal. No vendió casi nada. Sacó malas críticas. “Un ejercicio de taller literario, y poco más”, dijeron en un diario de circulación nacional.
Por eso me sudaban las palmas de las manos sentado ahí, frente a la mesa. Un micrófono, un vaso de plástico y una botella de agua. A mi derecha estaba sentado un novelista chileno que salía en la tele. A mi izquierda, el escritor argentino César Aira, quien había accedido, tras la insistencia chilena del editor, a ser uno de los presentadores de mi segundo libro.
Los concurrentes iban entrando en fila. Era un amplio salón del tercer piso de la Estación Mapocho, en la Feria del Libro de Santiago. Mis expectativas eran que, por lo menos, asistiera la misma cantidad de público que fue al lanzamiento de Gabriel Benavides, a quien consideraba mi enemigo, pese a que no lo conocía más allá del saludo.
En la fila pude ver a mis padres, algunos ex compañeros de universidad, un cuentista joven que me caía mal y una poeta no tan joven cuyo último libro yo había elogiado. “Me encantaron tus versos, tu voz, el ritmo, todo”, le había dicho a la poeta joven, en una fiesta en el Juan Ramsay algunas semanas antes, pero sus versos, en realidad, no los había leído.
Entraron y fueron ocupando las sillas y algunos invitados quedaron de pie, al fondo y en los costados. Eran, las conté, treinta y dos personas en total. Al lanzamiento de la novela de Gabriel Benavides habían ido setenta y ocho.
Mal.
Mi novela se llamaba El estero final, pero en el texto nunca se mencionaba un estero. Era la historia de un hombre de Chillán que se vengaba del asesinato de su mujer. El título fue un consejo del editor colorín, uno de mis mejores amigos en esa época. Ahora ya ni nos vemos. Según el editor colorín, ese título dotaría al libro de un aura de misterio. Un elemento necesario para un libro que carecía de suspenso, me había dicho una vez, en un arranque de sinceridad, aunque más tarde, aquella misma noche y estando borracho, el editor colorín se había arrepentido de sus afirmaciones hirientes y había asegurado que mi novela sí tenía misterio y que dejaría “la zorra” en la escena literaria local, e incluso, por qué no, en toda Latinoamérica.
Un encargado de la feria del libro tomó un micrófono y pidió silencio a los concurrentes. Todos miraron hacia la mesa y una sonrisa estúpida se me vino al rostro. Sentí que, a mi lado izquierdo, César Aira se impacientaba o se ponía de mala.
En el fondo de la sala vi llegar a la Isidora y me puse aún más nervioso. Vestía una falda negra y se había pintado los labios rojos. Se veía muy rica. El cuentista que me caía mal se paró junto a la Isidora, y ella lo saludó con un beso en la mejilla que se me antojó más largo de lo común.
Primero tomó la palabra el novelista que salía en la tele, quien también era uno de mis mejores amigos, un tipo de pelo blanco y sucio, que tenía chapa del FPMR y recitaba a Shakespeare de memoria. Ahora ya ni lo llamo, eso sí. Él tampoco me llama. El novelista canoso dijo algunas cosas muy elogiosas de mi novela. Me comparó con Nicanor Parra. Habló del futuro de las letras chilenas y luego terminó su discurso, sacando un tibio aplauso.
Mientras los treinta y dos concurrentes aplaudían, vi que la Isidora y el cuentista joven se reían de algo. Vi los labios del cuentista joven murmurando algo en el oído de la Isidora, y me dieron ganas de patearlo en el piso. Estaban hablando de mí, seguro.
Le tocó hablar a César Aira.
Era bastante claro que no le había gustado la novela. Quizás, pensé, no la terminó de lo mala. Decía cosas como: “Esta novela tiene algo de Pessoa” y después se largaba a hablar de Fernando Pessoa y de los viajes de Pessoa y se perdía entre textos y referencias que involucraban a Pessoa, a la literatura portuguesa, a unos escritores imposibles de conocer, a cualquier cosa menos al contenido de mi segundo libro. Tras una exposición de veintiocho minutos en la que nunca fue dicha la palabra “Estero”, Aira sacó un aplauso rabioso y genuino de los treinta y dos concurrentes. Sólo en ese momento me cayó la teja: la mayoría estaba ahí para escuchar al argentino. Terminado su aplauso, me tocaba a mí.
Gracias, dije.
Gracias a todos por venir.
Di los agradecimientos y empecé con las frases que había ensayado, en los días previos, frente al espejo de mi baño. El cuentista joven seguía pegado a la Isidora. Afiné la vista y noté que estaban compartiendo unos audífonos. Un odio profundo me llenó el corazón acelerado. Quise patear al cuentista joven y me pregunté qué música estaban escuchando.
Cuando ya había terminado con los agradecimientos a mi familia, a mis editores, a mis amigos, a César Aira y al novelista, comencé a leer un fragmento de mi libro. Y ahí, justo ahí, cuando terminaba de leer el primer párrafo, algo se removió en el interior de mi aparato intestinal y me tiré uno de los peos más ruidosos de mi vida.
Era demasiado fuerte y estruendoso como para ser ignorado por cualquiera de los concurrentes. Aira me miró con estupor y se tapó las fosas nasales. El novelista canoso intentó hacer como que nada estaba pasando. Cuando miré hacia adelante, vi las caras que se debatían entre soltar un carcajada y asumir el horror, o permanecer inmutables en señal de respeto.
Se habían decidido por lo último. Cuando miré a la Isidora, se notaba que la vergüenza ajena lo estaba dominando todo. Una sonrisa de mierda se instaló en la cara del cuentista joven.
Pensé en pedir disculpas, pero no lo hice.
Pensé: esto no le pasa a Gabriel Benavides en sus lanzamientos.
Tras la silenciosa conmoción, intenté retomar la lectura de mi libro, pensando que lo peor había pasado. Al cabo de unos segundos, sin embargo, comenzó a sentirse un potente olor a descomposición y a comida chatarra (KFC).
La amabilidad extrema de Aira lo había llevado a no armar ningún tipo de escena, pero se le notaba el asco en la mirada. La sangre se me vino a la cara. La poeta joven abrió una de las ventanas del salón, gesto que fue agradecido con miradas cómplices de los concurrentes. Alguien soltó un hilito de risa que redundó en una seguidilla de risas dispersas por el salón. El editor colorín se quería morir.
Retomé la lectura del fragmento y francamente no recuerdo nada de lo que pasó después, hasta varias horas después, cuando estaba mirándome al espejo en el baño de mi casa y recordando el olor, las risas, el estruendo, la mirada estupefacta de Aira, la consternación de la Isidora, de mis padres, etc….
Al día siguiente fui al gastroenterólogo. No tenía nada. Había sido ese puro gas.
***
La primera y única reseña de El estero final se publicó una semana después, en un diario de circulación nacional. “Siga participando”, se titulaba.
Las cosas podrían haber quedado ahí, en el espacio incómodo de un recuerdo vergonzoso. Una semana después, sin embargo, un periodista publicó una crónica del lanzamiento en un portal de Internet. El texto se titulaba “El peo”, y atrajo no sólo la atención de aquellos interesados en la feria del libro, sino que también de aquellos dispuestos a reírse con la desgracia ajena en la circunstancia que fuera.
Se hizo viral.
En cosa de días, comenzaron a decirme “El Peo”. Me enteré de que mis editores y algunos de mis amigos escritores, a mis espaldas, me decían así. “¿Han visto al Peo?”, “¿Qué onda el Peo?”, “¿Leyeron lo que posteó el Peo?”. Yo había hecho un esfuerzo por entrar en la broma, y publiqué mi propia versión de los hechos en Facebook. Las burlas se acrecentaron. Algunos me defendieron. Muchos festinaron.
Días, semanas, meses.
Cuatro editoriales rechazaron mi siguiente novela. Otras cinco rechazaron mi nuevo libro de cuentos. Decían que la escritura no era buena, que le faltaba trabajo y edición. Yo sabía que mi escritura no era tan mala y que me estaban condenando sólo por culpa de aquel infame movimiento intestinal.
Una noche de viernes, absorbido por la rabia, subí borracho al San Cristóbal y le prometí a la Virgen que me retiraba de la literatura.
***
Esta semana cumplo tres años en la ferretería de mi viejo, donde gano quinientas lucas al mes. No está mal. Con la Isidora finiquitamos el divorcio el año pasado, y me fui de su departamento. Ahora vivo en el centro con mi mamá, que tiene cáncer al colon. En las tardes la acompaño a caminar y miramos las vitrinas de las tiendas y ella sonríe por un rato. Estoy empezando a salir con una colombiana a la que no le gusta leer. Yo también dejé de leer, pero a veces, en las noches, pienso en los libros y recuerdo a mis amigos de aquella época. Me los imagino comentando, cada cierto tiempo, a la pasada: “¿Han sabido algo del Peo?”.
Ayer en la tarde pasé por una librería en Agustinas y vi la última novela de Gabriel Benavides, flamante, colgando en la vitrina. Entré y la estuve hojeando. Se ve buena. Interesante.
Ojalá que le vaya mal.