Alicia era inmoderada, incluso excesiva en muchos sentidos, pero era justo lo que yo necesitaba entonces, la única relación que podía regresarme cierto entusiasmo por Madrid y así posponer mi regreso a México, que había venido anunciando entre familiares y amigos los últimos dos meses, harto como estaba de mi soledad y, más específicamente, de mi soltería.
Aunque habíamos coincidido en varias clases en la facultad y teníamos un par de amigos en común, nunca habíamos hablado realmente hasta ese verano, el más caluroso de los que viví en España. Varios estudiantes de filosofía, como nosotros, discutían bajo un sol achicharrante algún tema de política coyuntural y Alicia, que no había participado en la conversación y estaba un poco alejada del grupo, no dudó en decirles, con absoluta seriedad, que eran unos maricas y que para hacer la revolución hacía falta un impulso viril del que ellos carecían. Yo, que nunca quise hacer la revolución ni mucho menos lucir mi virilidad frente a otros, pensé que tenía que coger con ella. No pensé en tener una relación, sino sólo eso: coger con ella de vez en cuando. Alicia era de voluntad tan férrea que, desde luego, si sólo hubiera sido mía aquella iniciativa jamás hubiera prosperado; por suerte, en cuanto cruzamos las primeras palabras me soltó, directa y sonriente, un “Tú lo que quieres es follarme” que a mí, mexicano al fin y más propenso al rodeo, me arrancó una risa nerviosa que se entendió como asentimiento. Y así empezó todo.
Dos meses más tarde nos mudamos juntos. O bueno, ella se mudó al pequeño departamento, propiedad de mi familia, en donde me dejaron vivir mientras terminaba la carrera sin pagar alquiler alguno, con la sola condición de que no hiciera desmadre (los vecinos eran quejumbrosos) y no llevara a nadie a vivir conmigo. Pero los padres de Alicia eran conservadores como sólo pueden ser conservadores ciertos madrileños de suburbio, y era cuestión de tiempo antes de que la corrieran de casa, dada la vida más bien licenciosa que llevaba.
La intensidad de nuestro amor -permítaseme la hipérbole- estuvo siempre marcada por los vaivenes de su carácter y mi casi total pasividad ante esos embates. Para empezar, Alicia declaró, con base en sus últimas lecturas, que la monogamia era una imposición impracticable. Yo no estaba completamente de acuerdo, pero por alguna extraña razón (nunca he vuelto a ser tan desprendido a este respecto) no me molestó saber que retozaba con otros muchachos en los jardines de la Complutense. Por mi parte, intenté un par de veces tener amoríos paralelos, pero el asunto parecía requerir de un esfuerzo exagerado y pronto me resigné a la fidelidad sin mucho lamento. Alicia era una mujer inteligente y divertida y mientras ella estuviera cerca Madrid resultaba más llevadero.
Su cumpleaños, a finales de septiembre, me pareció una buena oportunidad para convocar en el estudio a varios amigos -de ella- y formalizar públicamente una relación que en los pasillos era comentada como un arreglo de conveniencia: ella vivía conmigo porque la habían corrido de casa y yo toleraba su presencia porque no sabía estar solo. Al ver nuestra espléndida interacción de primera mano, pensé, los otros se arredrarían ante la idea de proponerle sexo entre los arbustos, y la tempestuosa relación a varias bandas dejaría paso a un noviazgo universitario de tintes más convencionales.
Le propuse a Alicia hacer un par de piñatas de papel maché para que la fiesta tuviera un toque mexicano y ella, que desconocía por completo los matices de “lo mexicano”, propuso que además fuera una fiesta de disfraces con temática del Oeste. Me pareció una ocurrencia disparatada pero finalmente divertida, así que acepté. Diseñamos una invitación convocando a “pistoleros” y “cabareteras” a celebrar en nuestro “saloon” un encuentro “dionisíaco” (el adjetivo fue suyo y no pude disuadirla de agregarlo); “bandoleros” y “forajidos” serían bienvenidos a la “fiesta-piñata” (le expliqué que la fórmula era inexistente, pero le pareció verosímil y terminé cediendo).
Alguien cometió el error doloso de fotocopiar la invitación y pronto toda la facultad estaba al tanto del inminente jolgorio.
Los preparativos en casa nos unieron bastante. Compré globos, hice engrudo y le expliqué el procedimiento para hacer la piñata con papel periódico antes de darle la forma que ella eligiera. Yo decidí hacer una canónica estrella y Alicia, más imaginativa, propuso hacer una mujer embarazada. Le dije que no era una idea particularmente bonita agarrar a palos a una mujer preñada, que tenía connotaciones de violencia de género y que podía resultar chocante para muchos. Alicia esgrimió argumentos teóricos basados en no sé qué lectura feminista para justificar su piñata; sería muy catártico para las mujeres, rebatió, destruir esa alegoría de las expectativas sociales en torno a la función social de las féminas. Algo así dijo, y yo pensé que la discusión no tenía mucho caso y que finalmente era su piñata y podía hacerla como quisiera.
No puedo decir que el resultado fuera muy convincente. Una mujer vestida de blanco a la que se le colgaba la cabeza de lado y que llevaría en el vientre las frutas y los dulces típicos del festejo. Era una escultura horriblemente sórdida, sobre todo al lado de mi estrella perfecta, con picos cónicos y colores brillantes. Dos días antes de la fiesta Alicia decidió que se llevaría la piñata a casa de una amiga para terminar de arreglarla con ella mientras ambas cosían los secretos vestuarios con que llegarían a la fiesta; quería sorprenderme, me dijo, y que no supiera de antemano de qué iría disfrazada.
Yo aproveché esos dos días para terminar un ensayo sobre el Leviathan de Hobbes que tenía que entregar pronto y para comprar los suministros de la fiesta (alcohol, cacahuates) en un supermercado cercano.
***
Los primeros en llegar fueron un grupo de desconocidos: tres mujeres con liguero asomado y dos sheriffs con pistolas al cinto. Me dijeron que eran amigos de Alicia y no hice más preguntas. Al cabo de dos horas había una veintena más de completos extraños atestando el minúsculo departamento, y estuve tentado de pedir que se fueran algunos, pues se comportaban como hooligans: rompían mi vajilla de Ikea y ponían rock español (espantoso) a todo volumen. Alicia no había llegado. Decidí emborracharme para superar la tensión del evento.
Faltando unos pocos minutos para la medianoche, finalmente, entró Alicia por la puerta del departamento, cargando su deforme piñata, y se dirigió de inmediato al balcón, donde dejó a la embarazada. Su disfraz era una equívoca mezcla de un hábito de monja y una terrorista de Alemania del Este, sin ninguna relación con el tema vaquero imperante. Me acerqué a ella y le di un beso inocente en los labios, que ella recibió con fría distancia; cuando puse mi mano en su cintura se sublevó un poco y me esquivó para servirse un vaso de vino. Me dijo después que no conocía a casi ninguno de los asistentes, lo que me preocupó mucho. Pensé que robarían mis pocas pertenencias y que organizarían un desmadre de proporciones salvajes. Alicia intentó tranquilizarme tocándome la verga enfrente de todos y me insistió para que pasáramos al rito de la piñata. El alcohol había adormecido un poco mi juicio, pero seguía estando incómodo; le pedí que empezáramos de inmediato, con mi piñata de estrella, para dar por cerrado el asunto y que la fiesta no acabara a las 8 a.m.
Mi piñata resultó estar muy bien construida. Hizo falta un gorila disfrazado de charro, de enjundiosos bíceps, para quebrar el papel maché y que la gente se abalanzara sobre las golosinas. Entonces Alicia colgó de una cuerda a su embarazada (creí percibir una mancha de vino en el vientre de la piñata) y pidió que la suya, para más emoción, se rompiera con la luz apagada.
En un último esfuerzo por controlar los daños, saqué de la sala todo lo que podía romperse en caso de que un vaquero fogoso la emprendiera a golpes ciegos en la penumbra -apenas violada por la luz del balcón, que me negué a apagar pese a la insistencia de Alicia. Hicimos un círculo más o menos amplio y le tendí a mi novia el palo de madera, pero ella lo delegó en otra chica y fue a esconderse al otro lado de la sala, cerca de la puerta de entrada y lejos de lo que calificaba como mi “afán de control patriarcal” y que yo llamo, todavía, “cariño”.
No pude ver bien en qué momento se abrió la barriga de la horrenda piñata, pero no creo que haya sido más allá del segundo palazo. Le reproché a Alicia en silencio su poca diligencia con las capas de periódico y me alisté con emoción infantil para acaparar dulces. Al tercer o cuarto trancazo que le propinó la falsa cabaretera, la piñata se abrió como un coco y su contenido se vertió sobre la duela con un ruido acuoso. Un filo de luz proveniente del balcón iluminó la masa rojiza que la mayoría de los asistentes, ubicados de espaldas a la fuente luminosa, no vieron. Escuché un grito agudo y varias veces repetida la expresión “me cago en la puta”.
***
A las dos de la madrugada ya no quedaba nadie en la fiesta, salvo Alicia -enredada con uno de sus amantes en el cuarto donde usualmente dormíamos juntos- y una pareja de cabareteras con un coma etílico que dormían abrazadas en la tina del baño. Los trapos manchados de vísceras se secaban hediondos en la barandilla del balcón y yo, a cuatro patas, intentaba sacar los residuos de sangre de entre las maderas del suelo, ayudado por un cuchillito.
Pensé que había llegado el momento de volver a México. Pensé que Alicia era una mujer magnífica a la que no quería volver a ver nunca.