Un libro fotocopiado, una historia fascinante.
Haciendo el inventario de la biblioteca de mi abuelo me encontré con unas viejas fotocopias de bordes ennegrecidos, sujetas con unos corchetes tan oxidados que se me deshicieron entre los dedos. Memoria de Marina, 1857, leí de su puño y letra.
Era un reporte oficial firmado por Francisco Stuardo Goñi, quien zarpó desde Caldera al mando de la goleta “Marquesa” con la misión de “hacer levantamientos de caletas i bahías en el norte, i recabar noticias sobre el paradero de un inspector de minas”, del que se había perdido todo rastro y noticias en la caleta de Mejillones, en ese entonces territorio boliviano.
La industria minera está en crisis. “Varias de las minas que antes se trabajaban están abandonadas”, dice Stuardo. “Los agentes de aduanas deben prácticamente mendigar agua i comida a los lugareños”.
Por indicaciones de estos agentes, el capitán Stuardo se entera de que el inspector de minas abandonó Mejillones para dirigirse a Santa María en una nave extranjera. Según estos informantes, el inspector de minas es “un individuo dado a especulaciones i relatos fantásticos, impropios de un hombre de ciencia e industria”.
Lo que sigue es inquietante. De Mejillones navegan hacia Santa María, “encontrando todo desierto, sin una persona de quien tomar informes, i abandonada la casita que un año ha servía a los mineros del lugar”.
Aparece entonces el primer elemento directamente fantástico: “Un tenue hedor que marea ligeramente al visitante i que hace pensar en azufre o mercurio”.
De Santa María siguen viaje hacia Cerro el Cobre, “caleta pequeña i de regular fondeadero, donde se experimenta una resaca considerable”. Stuardo baja a tierra con cinco soldados y se encuentra con un panorama igual de desolado que en Mejillones: “herramientas esparcidas por doquier, quintales de cobre ya cubiertos por el polvo que arrastra el viento de la pampa”.
De manera sorpresiva, en una bodega encuentran “a un individuo en un estado de estupor atribuible al abuso del alcohol, que nos miró con estulticia sin proferir palabra”.
El comandante ordena llevarlo a bordo y darle “una tintura de láudano” (Los barcos de la época no llevan médico, y los propios oficiales deben administrar el botiquín). Pasan las horas y la nave permanece anclada en este páramo costero cortado por grandes acantilados. El sujeto despierta en un estado febril y profiriendo palabras sin sentido. Al día siguiente el hombre despierta algo más cuerdo e informa a Stuardo que el inspector “se ha ido a la mina del señor Moreno”, distante a siete leguas de allí. Escueto en algunos detalles, abundante en otros, el relato no precisa la ubicación de este mineral, ni quién es el señor Moreno.
“El 30 de noviembre”, prosigue Stuardo, “volvimos a desembarcar i emprendimos la subida del empinado cerro con el sol en contra, para llegar a una meseta desde la cual seguimos camino hacia la mina”. Llevan mapas, charqui, frutos secos y una provisión de agua estimada como prudente. A pesar de estas providencias, al cabo de unas horas “bajo el sol abrasador comenzamos a padecer malestares, vómitos i otras contrariedades”.
Llegan a la mina del señor Moreno recién a las dos de la tarde, “encontrándonos con un paisaje desolador i de abandono absoluto, como si algo más terrible que el solo ritmo de la industria i del comercio hubiese espantado a todas las almas que laboran en este mineral”.
Es el mismo patrón visto en Mejillones y Santa María, con el agravante “de un hedor más manifiesto i que hundió aún más la moral de la tropa”.
El inspector los está esperando, en una casucha de material ligero, sentado frente a un escritorio recubierto por una pátina de arena. Lo acompañan “tres sujetos que parecen salidos del mismo averno”. ¿Acólitos, guardaespaldas?
El inspector de minas responde tranquilamente a las preguntas del comandante, recordándole que “se encuentra en territorio boliviano i que no tiene derecho a llevarlo por la fuerza con destino alguno”. El comandante le pregunta el motivo de su desaparición. La respuesta ocupa media página.
“Respondió con un larguísimo y estrafalario discurso que tuvo por efecto amedrentar a los soldados que me acompañaban con la mención de toda clase de supersticiones i supercherías, al punto de uno de ellos hacer amago de deserción”.
El inspector de minas cuenta que los yacimientos mineros de toda la región están “pariendo”, que están conectados “con una vasta fuente de poder antiguo que no obedece a república humana alguna”. Que su verdadero dueño es La Señora, la Madre Eterna y Carnal.
El comandante comprende que los tres sujetos que acompañan al demente son ciudadanos bolivianos y que están armados. Esto abre tres opciones: una es apresarlos a todos y llevárselos a bordo, hacia Caldera, causando un conflicto diplomático con la República de Bolivia. Otra es simplemente irse e informar al gobierno del comportamiento irregular del inspector. O reducir a los bolivianos y llevarse al inspector en calidad de traidor a la república. Descarta las tres y elige una cuarta, más arriesgada: bajar a la mina con él.
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Una vez terminada la lectura guardé la fotocopia y me la llevé a mi casa. Al día siguiente desperté en un estado de gran excitación. Fui a la Biblioteca Nacional y busqué en el catálogo las memorias de Marina, hasta ubicar el mismo ejemplar fotocopiado por mi abuelo. ¿Por qué no me sorprendió que tuviera una compaginación distinta?
El informe del comandante Stuardo está completamente editado, no menciona el descenso a la mina y el desenlace es completamente distinto: “Establecido el paradero del inspector de minas y negándose este a reembarcar, seguí la determinación de levar ancla esa misma tarde, de regreso al puerto de Huasco aprovechando el viento norte”.
Tampoco me sorprendió comprobar que el comandante Stuardo desaparece del escalafón naval después de este informe.
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Comencé a buscar en viejos mapas y archivos oficiales el emplazamiento de la mina. Tomé un avión al norte; en Antofagasta arrendé un auto y compré agua y provisiones. Me lancé, solo, por la carretera y anduve kilómetros atravesando acantilados, planicies costeras, cruzándome con animitas y cementerios abandonados, con cruces de madera y flores de plástico.
Tenía las coordenadas en el GPS. Así llegué hasta un portón de fierro y un gran cartel con el nombre de una multinacional. El sol estaba a un par de horas de ponerse sobre el océano Pacífico.
Me bajé hacia la caseta de vigilancia, saludé al guardia y le mostré las fotocopias de mi abuelo. Me quedó mirando.
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En ese entonces los túneles de las minas eran inestables e inseguros. “Descendimos con el inspector i sus acólitos i tres soldados nuestros, pues los otros dos quedaron vigilando arriba”, dice el comandante Stuardo. A renglón seguido habla de “imágenes perturbadoras i difíciles de discernir dada la luz mortecina de las antorchas”. Habla de “nuestras propias sombras horriblemente aguzadas, nuestros propios temores engrandecidos por lo desconocido”. El inspector y sus acólitos van, en cambio, “como al encuentro de la Santísima Trinidad”.
Tres son los párrafos que figuran en la fotocopia de mi abuelo y que están ausentes en la versión de los archivos nacionales. Este es el segundo:
“Al final del túnel nos esperaba una figura vagamente femenina”.
La primera vez que leí este párrafo me tuve que afirmar de la silla. “De miembros muy delgados”, la describe el comandante Stuardo, “cadavéricos casi, con las costillas a la vista i una abultada barriga, el rostro cubierto totalmente por una larga crencha de cabello negro i apelmazado”.
Los soldados huyen. El inspector se arrodilla y comienza a salmodiar en un idioma desconocido. Los tres bolivianos alaban “a su señora Zumac Ñusta”.
“La piel de la Señora del Lugar está cubierta de laceraciones”, dice el comandante Stuardo, su rostro es una forma de “aterrador vacío” y sus manos “dos garras que cuelgan inertes de unas muñecas macilentas”.
Stuardo, un hombre formado en el positivismo, atribuye estas visiones a “algún tipo de intoxicación de naturaleza desconocida”. También es un hombre pragmático: al ver que la Señora del Lugar extiende los brazos como si fuera a envolverlos, se da la vuelta y se echa a correr.
Trata de encontrar la salida pero se pierde. Ve otro espectáculo paralizador: “Una fila de mineros avanzaba en el sentido contrario, cargando grandes i pesados fardos de mineral, envueltos en una luz azulina”. Stuardo se hace a un lado para dejarlos pasar. Los pies de estos mineros “retumban en el suelo húmedo y rocoso”, pero “sus cuerpos parecen de aire”. Minero tras minero, desaparecen en una especie de “muralla invisible” en mitad del túnel.
Finalmente Stuardo divisa un haz de luz, brota a la superficie enceguecido y confundido. Los soldados están muertos y tres aves de rapiña sobrevuelan el cerro. Stuardo camina rápido hacia la costa, aborda el bote y rema con todas sus fuerzas hacia el barco.
Al día siguiente vuelve con varios marineros armados. Los cadáveres de los soldados han desaparecido; sus huellas se pierden en la mina, como si alguien (o algo) los hubiese arrastrado hacia allá.
El guardia me devolvió los papeles y me miró. Era un típico nortino de piel cobriza, pómulos salientes, mirada desconfiada.
“Yo sé dónde es”, me dijo con una sonrisa que no sabría cómo describir. “¿Quiere que se la muestre?”.