Por Antonio Díaz Oliva Julio 11, 2013

Advertencia: visitar Graceland, la casa de Elvis Aaron Presley, tiene mucho de lo que David Foster Wallace escribió en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, su ya canónica crónica sobre viajar en un crucero por el Caribe: “Hay algo ineludiblemente bovino en un turista americano avanzando como parte de un grupo. Hay cierta placidez codiciosa en ellos. En nosotros, mejor dicho”. Porque de alguna forma visitar Graceland -a las afueras de Memphis, en el sur de Estados Unidos-, y pagar uno de los tres paquetes que ofrecen, es finalmente eso: aceptar ser parte de un rebaño. Aceptar, para ser parte de esas extensas filas -la mayoría repletas de visitantes con camisas hawaianas y bermudas blancas o kaki- con las cuales uno recorre la mansión del Elvis; ese living lleno de arreglos africanos y excéntricos, la cocina donde le preparaban su sándwich preferido (mantequilla de maní con plátano; una bomba calórica que tapa varias arterias), y esa sala de estar con tres televisiones tamaño gigante que Elvis, por supuesto, tenía encendidas al mismo tiempo. Hay más: su cuantiosa colección de autos, exposiciones sobre sus años en Las Vegas (con esas escenas en que se le ve gordo y sudoroso cantando “My Way”), de sus días en Hawái, sobre su glorioso regreso gracias al especial televisivo 68 Comeback Special, y sobre los sofisticados aviones que usaba en sus giras. Y en todos esos recorridos, claro, la constante sensación de que Graceland es un lugar supuestamente divertido, pero que sí, de todas maneras, volvería a visitar.

Más información en www.elvis.com/graceland 

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