Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Octubre 30, 2013

Reflexión personal: me acabo de volver adicto a Doctor Who. No sé por qué. Es un gusto adquirido. Quizás porque Doctor Who es ciencia ficción barata y popular y estos días me interesa la ciencia ficción barata y popular. Doctor Who es una serie de televisión de la BBC creada en 1963, que tuvo su reboot en el año 2005, gracias a Russell T. Davies y que ahora, en un mes más, se apresta a cumplir 50 años, efeméride que los ingleses van a celebrar por todo lo alto. La anécdota es sencilla: el Doctor Who viaja por el tiempo y -con la compañera de turno- se enfrenta a diversas amenazas y paradojas. Hay villanos más grandes que el universo, robots asesinos, civilizaciones inmemoriales, agujeros negros y guerras galácticas. Pero los detalles son los que mandan, los que lo definen todo y eso hace que el show sea una especie de patrimonio, un monumento, un pedazo de la historia de Inglaterra. Porque, por ejemplo, el Doctor muere y se reencarna una y otra vez, lo que explica que lo hayan interpretado más de una decena de actores, entre ellos Christopher Eccleston y John Hurt, además de David Tennant y Matt Smith, los más adorados por los fans. Porque el Doctor Who tiene una nave espacial que parece una cabina de teléfono, el Tardis. Y no parece norteamericano (de hecho uno podría pensar que es una especie de reacción contra la sci-fi gringa, en una venganza perfecta y sostenida por décadas).

De este modo, es a la vez joven y viejo, un genio y un monstruo, un actor (cuyo escenario es el universo completo) en busca de compañía. Así, no es uno, sino muchos, una legión, un ejército, una multitud de avatares que a Borges habría vuelto loco. Porque la sombra de Borges aparece a veces en el Doctor Who, sobre todo cuando los capítulos son escritos por Paul Cornell. Así, no es raro que el Doctor Who esté preso de una saudade infinita, pero también sea un asesino genocida y el último sobreviviente de su raza cósmica. Esa melancolía quizás provenga de que está enamorado de Rose Tyler (Billie Piper), una muchacha de un barrio bajo inglés que salió del show hace tiempo, pero que vuelve como una sombra triste a acechar al héroe. Todo lo anterior es contradictorio y confuso. Pero una de las gracias de Doctor Who es esa confusión, que es capaz de mezclar internados ingleses y citas a Shakespeare con psicotrónica de alto calibre, como si el fin del mundo y los muros descascarados de las viejas casas obreras de Londres fueran una misma cosa, una especie de poesía eléctrica sobre la melancolía y el tiempo.  

“Doctor Who”. Disponible en Netflix.

 

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