Si Birdman era una suerte de odisea existencial, Revenant: El Renacido, la nueva película de Alejandro González Iñárritu, es una odisea física, y por eso Leonardo DiCaprio hace lo indecible frente a la cámara, en una actuación prodigiosa, una clase de masturbación actoral digna de los Oscar y de todos los premios imaginables.
La historia lo exigía. Son los Estados Unidos de inicios del siglo XIX, un territorio salvaje e inhóspito, y Hugh Glass (DiCaprio) es un explorador que justamente debe hacer lo indecible para sobrevivir, después que sus compañeros lo dejan abandonado tras sufrir el ataque de un oso. Así surge este renacido, que lucha también por vengarse de los que lo dejaron a su suerte.
En Revenant todo es excesivo, y la película funciona como un tour de force a la medida del cine grandilocuente de González Iñárritu, apoyada en la actuación de DiCaprio y el oficio a toda prueba del director de fotografía Emmanuel Lubezki. El mismo que antes fotografió El nuevo mundo y El árbol de la vida, de Terrence Malick, películas que funcionan como incómodos fantasmas de Revenant, y que recuerdan toda esa delicadeza y poesía que González Iñárritu no logra alcanzar cuando se interna en la cabeza y los traumas familiares de este renacido.
Porque, ¿basta con la fotografía envolvente y perfecta de Lubezki? ¿Basta con otra actuación soberbia de DiCaprio para que Revenant sea una gran película y no otro gesto grandilocuente de González Iñárritu? Para los premios, sí basta. Para la posteridad, no basta.
“Revenant: El Renacido”, de Alejandro González Iñárritu.