Por Gonzalo Maier Julio 22, 2016

Si lo viéramos de lejos, este sería el libro de una mujer frente a un cuadro. Si lo viéramos de cerca, en cambio, sería la historia una mujer argentina de clase alta que mira pinturas de Augusto Schiavoni o de Henri Rousseau como si fueran parte de su biografía. La narradora de El nervio óptico, de María Gainza, cuenta la vida de pintores y la historia de cuadros para hablar de sí misma. O al revés: escribe de ella para hablar de los cuadros. En realidad, todo esto da lo mismo porque lo importante es que escribe con una gracia apabullante. El miedo a viajar en avión, el retrato de una niña peligrosamente parecida a ella, un hermano muerto, todo se mezcla en una licuadora que vale como un catálogo de arte iluminado. En el mundo de Gainza, además, los museos no valen tanto por sus colecciones, sino como puertas de escape. Si en Desubicados, de María Sonia Cristoff, la protagonista encontraba en los zoológicos un lugar de evasión, en El nervio óptico los museos y las galerías valen como espejos que reflejan las ingratitudes cotidianas. La cita ya está muy usada, pero el bueno de Ricardo Piglia decía que la crítica es una forma moderna de autobiografía, y el libro de Gainza trata de eso mismo, pero además, de yapa, está muy bien escrito.

“El nervio óptico”, de María Gainza.

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