Por Yenny Cáceres Abril 21, 2017

Es sólo el fin del mundo, de Xavier Dolan. En El Biógrafo.

El cine de Xavier Dolan (1989) no es agradable. Su última película, Es sólo el fin del mundo, fue odiada y amada por partes iguales en el Festival de Cannes del año pasado. Y no es raro que así fuera, la verdad. Dolan es un director canadiense que antes de los 21 años triunfó con Yo maté a mi madre. Y eso, a los genios prematuros no se les perdona tan fácilmente. Menos cuando sus películas son una bofetada.

Dolan sigue buscando matar a la madre y Es sólo el fin del mundo no es la excepción.

Es una película que incomoda, que nos asfixia, igual como le ocurre a su protagonista, Louis (Gaspard Ulliel), un escritor gay que regresa a ver a su familia después de 12 años de ausencia. Salvo algunos flashbacks, es una película que no esconde su origen, una obra del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce, que murió de sida a los 38 años. Casi todo ocurre entre cuatro paredes y con diálogos punzantes, en un almuerzo familiar que finalmente se convierte en una pesadilla.

La casa de este fallido almuerzo no es la misma en la que creció Louis. Por eso los flashbacks de la película son para regresar a esa casa. Porque como Louis, siempre estamos regresando a ese primer hogar. En los sueños y en las pesadillas siempre volvemos a esa casa en la que crecimos, a esos rincones que conocemos de memoria, que podemos recorrer con los ojos cerrados, aunque ahora sólo existan en nuestra cabeza.

Louis esconde un secreto que quiere compartir con su familia: está enfermo y a punto de morir, pero pronto se da cuenta de que es un extraño para ellos y que su exitosa carrera como dramaturgo es un insulto y hasta una provocación para su hermano mayor, Antoine (Vincent Cassel). Si los personajes de Louis y Antoine oscilan entre la parsimonia y el resentimiento, las mujeres de la familia —y las actrices que las interpretan— son tremendas. Ahí está Suzanne (Léa Seydoux), una hermana menor frustrada y que lo idolatra, o su cuñada, Catherine (Marion Cotillard), estoica frente a las pachotadas de su marido, el único ser “normal” y un refugio entre tanta locura.

Pero también está la madre (Nathalie Baye), sin nombre —porque las madres no tienen nombre, son madres antes que nada—, maquillada como la parodia de una película de Almodóvar, hiperventilada, hasta que Louis habla con ella a solas y la máscara desaparece. En uno de los momentos más emotivos de la película, ella lo abraza y le dice: “No te comprendo, pero te amo. Nadie me quitará eso”.

En esa escena, el tiempo se detiene y, de algún modo, lo comprendemos todo. La rabia con que filma Dolan, el resentimiento del hermano, la falsa liviandad de la madre. La familia es una condena, una condena sagrada de la que Louis nunca podrá escapar.

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