Por Cecilia Correa // Fotos: Reinaldo Ubilla Mayo 12, 2017

En el centro histórico de Santiago existe un lugar donde un chileno puede llegar a sentirse un forastero; donde converge la mayoría de las nacionalidades de América Latina, excepto la local. En la esquina de Catedral con Bandera, lo que a fines de los 70 fue un edificio caracol con oficinas, hoy es el centro de reunión social de los inmigrantes. Un micromundo andino y caribeño. Ahí, peruanos, bolivianos, colombianos, ecuatorianos, venezolanos, haitianos y centroamericanos buscan un sentido de pertenencia lejos de su patria.

La Galería Comercial Caracol, frente a la Plaza de Armas, es una construcción en forma de espiral con siete pisos. Se mezclan allí peluquerías que ofrecen todo tipo de diseños de cortes masculinos, tiendas de ropa femenina y de artículos electrónicos, centros de llamadas, de giro de dinero y envío de encomiendas, restaurantes de comida típica, agencias de viaje, entre otros negocios. En esta especie de meca de la inmigración, los clientes latinos se abastecen de los productos de su país –como frijoles, café, choclitos, harina y maíz para hacer arepas– o se cortan el pelo. Además, intercambian datos de empleos y de alojamiento, desahogan sus penas, y son capaces de sentirse, por un breve momento, en casa.

Este caracol condensa un comercio multicultural que nació en las veredas de la calle Catedral y que ha sido testigo de los cambios migratorios del país en los últimos 15 años. Primero, con la llegada de los peruanos y colombianos y, luego, con la ola de haitianos y venezolanos.

Desde el año 2000, los inmigrantes reemplazaron a los locatarios chilenos que quedaban del boom de los caracoles en los 80. Una esquina céntrica que antes era gris, se tiñó de alegría y colores. Parece una postal del multiculturalismo de las grandes capitales del mundo.

En el local N°75, una mujer haitiana gasta 27 mil pesos en una pedicure y manicure permanente. La atiende una estilista dominicana, que conversa con una amiga colombiana. Un encuentro que llevó a una discusión sobre los inmigrantes en Chile.

“¡Que vengan los inmigrantes! ¡Aumenta la clientela!”, decía a unos metros de distancia el dueño del local, uno de los primeros colombianos negros que llegaron en 2003, cuando el caracol estaba casi vacío.

–En ese tiempo no había negros en Chile, hasta me tocaban mi brazo en la micro, por curiosidad, para sentir su textura –recuerda.

Todos coinciden en que es difícil adaptarse:

–Cuando llegué tuve problemas de discriminación. Abría la boca y me tomaban como nana –cuenta la colombiana.

El dueño del local bromea con Ester, la haitiana que está haciéndose las uñas. Ella llegó hace diez meses desde Puerto Príncipe sin saber español. Se gana la vida vendiendo bebidas energéticas en el semáforo cerca de su casa, en la comuna de El Bosque.

El eco del merengue y la salsa se confunden con el kreyòl, el idioma de Haití, y con el resto de acentos hispanos.

Es viernes, hora de almuerzo, y los restaurantes, la mayoría peruanos y colombianos, se repletan. Los platos como el ají de gallina, tamales, ceviche y arepas despiertan el apetito de los nostálgicos. Dos venezolanos, que llegaron recién hace un par de meses, despliegan en el restorán “Rincón Colombiano”, con guitarra en mano, un repertorio de canciones románticas para ganar unos pesos.

Los que no comen son los haitianos, que esperan pacientes, apoyados en el balcón de la galería, su turno para entrar a un Western Union o a un local de encomiendas, para enviarle algo de dinero a sus familias. Casi todos hacen hora mirando el celular, un infaltable en este lugar.

Los inmigrantes latinos rescataron un caracol que estaba muriendo cuando llegaron los malls en los 90. Se apropiaron de un espacio y lo transformaron en un lugar propio, dándole una nueva vida, colores y sabores.

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