Por Alejandra Costamagna Julio 21, 2017

En el Teatro Mori Bellavista. Hasta el 3 de septiembre.

Una madre obsesionada con casar a una hija tímida y delicada como figurita de cristal, y enderezar a un hijo que parece seguir los pasos de un padre abandonador. Años treinta del siglo pasado en una ciudad del sur de los Estados Unidos, sacudida por la Gran Depresión. Esas son las coordenadas de El zoológico de cristal, una de las obras más premiadas del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams y uno de los clásicos indiscutibles del siglo XX, que por estos días dirige el prolífico Álvaro Viguera (El cepillo de dientes, Happy end, Sunset limited), gracias a una coproducción con The Cow Company. Son varios los méritos de esta versión, protagonizada por Héctor Morales (el hijo), Claudia Di Girólamo (la madre), Adriana Stuven (la hija) y Matías Oviedo (el pretendiente).

Lo primero: la brillante interpretación de Morales en el papel del muchacho con aspiraciones literarias, que sueña con aventuras muy alejadas de su realidad como vendedor en una zapatería y sostén económico de esta familia descompuesta, cuya madre lo machaca día a día con la frase “¡levántate y triunfa!”. El actor maneja con sobrada gracia los registros de un personaje que, mientras ejerce como narrador de sus recuerdos en un juego metateatral, va protagonizando las escenas que su memoria le trae a colación. Y mantiene, en uno y otro estado, un arrojo poético que se justifica desde el inicio: “Debido a que siento cierta fascinación por los poetas, uso a este personaje como un símbolo”, dice sobre su propio rol, luego de describir los caracteres de su madre, su hermana, el pretendiente (“el personaje más realista de la obra”, indica Williams, el único con los pies en la tierra) y del padre.

Lo segundo: la traducción del texto original, a cargo del poeta Rodrigo Olavarría. Su énfasis está puesto, precisamente, en la visibilidad de los arranques de lirismo del protagonista. Pero también en la soltura y el cuidado del habla para el resto de los personajes. Escuchamos una que otra frase sutilmente local (“voy a tener que trabajar como china no más, pues” o “no hay nada peor que una mujer que se entrega a un hombre guapo”). Y vemos delicadas precisiones de lenguaje, por ejemplo, cuando la madre expresa su temor por el futuro de la hija y describe a las solteronas como “mujeres pequeñas”, “pajaritos sin nido”. El efecto de este trabajo con el texto da la sensación de que estamos frente a una obra magistral de las primeras décadas del siglo pasado y que, sin embargo, resuena con una actualidad asombrosa.

Y lo tercero: el diseño escenográfico de Daniela Fresard que, entre otros aspectos, pone en lugar destacadísimo la figura del padre a través de una gigantografía donde lo vemos sonreír “con una sonrisa irresistible”, en palabras de Williams, “como si dijera: sonreiré siempre”. Son muchos los méritos de esta puesta en escena, la verdad. Y prueban otra vez el talento de Álvaro Viguera como director, pero también dan cuenta de la acertada elección de sus equipos de trabajo. Habrá que estar atentos a su montaje de Tío Vania, con adaptación de Rafael Gumucio, anunciado para octubre.

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