Por Alberto Fuguet Agosto 25, 2017

La cordillera, de Santiago Mitre.

 

 

Qué curiosa cinta es La cordillera. Qué rara, qué jugada, qué ambiciosa, qué notable. ¿Fallida? Capaz. Aún no lo sé. Creo que no. Tiene algo inefable, inabarcable, de híbrido que, en estos tiempos de asesorías de guión y homogenización incluso en el cine latinoamericano, termina remeciendo y fascinando. Con razón no ha ganado premios internacionales. Es mucha cinta para ellos. El joven director Santiago Mitre sabe lo que está haciendo y se está dando su gusto. Una cinta masiva, con Ricardo Darín a la cabeza, que no desea seducir a cualquier costo a las masas. Más que intentar conquistar de manera histérica, lo que hace es algo más sutil: te invita a entrar. Apuesta por los silencios, por omitir, por los rodeos, por evitar. Es una cinta, en ese sentido, muy política. Y uno entra por la cocina de la Casa Rosada y del Hotel Hyatt de Santiago por la cocina, a lo Buenos nuchachos, una cinta acerca de otro tipo de mafia y de club cerrado. La cordillera juega en primera liga, pero a su manera. De hecho, el final deja a la gente pasmada, reclamando, atónita y hasta a algunos exigiendo que le devuelvan el dinero.

Santiago Mitre, con su tercera película, demuestra que el ruido de su debut no fue sólo eso. Con la ácida El estudiante como ópera prima (¿qué es lo que mueve de verdad a los dirigentes políticos universitarios?, se preguntaba) y luego con La patota, el notable remake de una "cinta de mujeres" de los 50 con Mirtha Legrand, Mitre ya era un autor de una obra coherente a su espalda. Ahora lleva al límite y a su final esperado la idea de El estudiante —un joven que entra en política—, al imaginarse a Hernán Blanco, un hombre sin demasiada experiencia, gobernador de una provincia remota, que se alza como "un tipo como vos", llegando a la Casa Rosada. Blanco, encarnado con aplomo por Darín, debe enfrentar su primera cumbre en las cumbres de Chile, donde se reúne con sus colegas latinoamericanos para intentar crear una suerte de OPEP latinoamericana. Guillier debería partir a verla, lo mismo que Beatriz Sánchez. ¿Están preparados realmente para jugar en las grandes ligas? Blanco no tiene experiencia. ¿O capaz que lo que le tocó en su provincia dejada de la mano de Dios fue educación suficiente para estar en las grandes ligas?

En esta película, tal como se como se espera, hay mucha trastienda. Con eso ya hay película suficiente. O morbo acerca del poder. Pero La cordillera es mucho más y no es para nada una suerte de House of Cards latinoamericana. Esto es otra cosa. Da lo mismo a quién se parece o quién no, al final son todos parecidos. Alguien que llega tan lejos lo hace porque todos, a su modo, han debido enfrentarse al mal y encararlo. Mitre, de la mano en el guión de otro grande del cine trasandino, Mariano Llinás, tiene más voz, más autoría, más constantes, que supuesto maestros latinoamericanos que llevan décadas y aquí hasta se atreve a conversar de manera muy canchera con maestros como Polanski, Hitchcock y Michael Mann. Hay política, pero hay familia. Hay pasado, hay secretos. Aparece la hija del presidente (una notable Dolores Fonzi) como una mujer dañada, cuyo ex-marido, un loser con el que todavía mantiene relaciones, desea vengarse de su suegro contando secretos oscuros como forma de despecho por no ser invitado a ser parte de las grandes ligas. Sí: esto es el caso Dávalos llevado al cine y el hecho de que Paulina García —soberbia como siempre— haga de Bachelet, aumenta el morbo. Pero aquí es Blanco el que sopesa si está dispuesto a que su familia y su propio pasado lo hundan.

Tal como la cadena montañosa que le da su nombre, esta cinta acerca de las políticas públicas y las torpezas privadas, por momentos se alza y a cada rato se enfrenta a abismos y —quizás— a la larga es impenetrable. Estos logros —la espesura, los silencios, el aplomo— habría que celebrarlos si se tratara de una cinta de autor, de arte, como aún le dicen, de esas que van a festivales. La cordillera, que vi el día de su estreno en Buenos Aires días después de los buenos resultados de Macri, abrió el reciente Sanfic, pero lo curioso —lo francamente fascinante— es que es un filme de autor escondido dentro de una superproducción tipo blockbuster de género: el thriller político. Ya esta apuesta merece mis aplausos y respetos. Esto no es una cintita indie ambientada en una casa y, a la vez, eso es justamente lo que es: la historia de un hombre —un presidente, el de Argentina— encerrado en un cuarto de un resort de esquí a 3.600 metros de altura. Mitre se interna en la metáfora de la cordillera (los limites del hombre) y del mal, y hasta coquetea con El resplandor (otra cinta de un hotel en la nieve) y crea un thriller acerca de decisiones morales.

Tema aparte es cómo Mitre usa Chile y su paisaje, tanto natural como urbano. En pocos minutos Santiago aparece tan seductora como aterradora. Tema aparte, también, es Alfredo Castro, en un rol que en otras manos podría llevar la cinta al descalabro. Porque es Castro el que de alguna manera trae desde el valle abajo un mundo sobrenatural al tener que tratar con hipnosis a la hija del presidente, que sucumbe ante la altura y el estrés y todo lo que tiene guardado. Despojado de la idolatría que se le profesa en Chile y que no le permite elegir bien sus roles o caer a veces en caricaturas al no tener a nadie que lo contenga, Alfredo Castro se deja dirigir por Santiago Mitre, entrando en un terreno en el que debe partir de cero y demostrar que es un muy buen actor, y se la juega por un rol que está dentro de lo mejor que se la ha visto en el cine, ajeno a la sobreprotección de Pablo Larraín. En sus roles que ha hecho en el exterior (Narcos, la estupenda Desde allá), Castro se aleja de lo teatral, y de sus morisquetas de sus telenovelas con Sabatini, y se enfrenta a Darín de igual a igual, como Al Pacino y De Niro en Heat. Castro ya ha demostrado que es un gran director y actor teatral, pero estaba en deuda con la pantalla. Poco a poco, se ha ido potenciado y con razón ahora todos lo quieren. Castro se ha fascinado por los roles del raro, pero al darle algo de rareza al tipo común termina volando y cautivando y dan ganas de aplaudirlo de pie.

Relacionados