Halo, de Juana Molina.
La pausa en el habla y el tono sombrío del canto, el gesto severo en muchas fotos, la falta de ampulosidad en las explicaciones con las que alude a su trabajo no hacen demasiado extraño imaginarse esta noche de viernes a Juana Molina en Santiago, en el medio de una charla en plan formativo, que es como la argentina llegará a un hotel de calle Lastarria, en la primera de tres presentaciones, el fin de semana. La suya aparece como una seriedad, sin embargo, refrescante. Su música es un tejido electrónico y vocal minucioso, en el que la cantautora trasandina con mejor crítica en el hemisferio norte (a continuación de Chile vuela a montar shows en Japón) ha levantado un sonido envolvente, hipnótico, incómodo, muy personal. No tan “experimental”: Molina es, sobre todo, una autora singular. Nos pareció normal que debutara con un disco titulado Rara. Al nuevo y estupendo Halo (2017) —quizás el mejor dirigido de sus siete álbumes hasta ahora— lo pueblan imágenes inesperadas pero reconocibles, descritas con palabras breves y delicadas, como cuando sintetiza la extrañeza ante la propia imagen (”Cara de espejo”) o a una bellísima canción de amor la bautiza “Los pies helados”. Unsettling se ha escrito de ella en inglés: descolocante. Y, en el mejor sentido, ese desajuste es su regalo a auditores que no tienen que alejarse demasiado del gusto por la canción melódica, ni siquiera por los instrumentos acústicos y el trabajo de banda, para adentrarse en lo que ella misma ha descrito como “un mundo en el que entro, donde las cosas empiezan a pasar solas y yo desaparezco”. Más allá de la calma, el misterio.