Por Alejandra Costamagna // Foto: Enrique Farías Agosto 4, 2017

Hasta el 12 de agosto en Teatro Sidarte.

Es 1905 y el pueblo de Odesa manifiesta su apoyo al motín de los marineros rusos, que se han rebelado frente a las condiciones opresivas en las que trabajan. La imponente escalera que da a una explanada está repleta de pobladores. Entre ellos, la cámara enfoca a una mujer que lleva a su guagua en un coche. Pero a los pocos minutos llega la orden del Zar Nicolás II y la celebración se convierte en masacre. La mujer recibe un balazo en la cabeza y todo se precipita: su cuerpo cae y empuja al coche, que rueda escaleras abajo. Esa escena de El acorazado Potemkin, de Serguéi Eisenstein, una de las películas más emblemáticas de la historia del cine, ha sido homenajeada por directores como Francis Ford Coppola en El Padrino, Brian De Palma en Los intocables, y Terry Gilliam en Brazil. Y es también recreada en la obra El acorazado Potemkin que dirige Tomás Henríquez en el teatro Sidarte.

En la primera escena, la actriz Claudia Cabezas, vestida al modo de una pobladora rusa de comienzos del siglo pasado, acarrea un cochecito con un canasto de mimbre. Pero apenas comienza a hablar, se desprende del personaje para reflexionar sobre lo que vemos al fondo: las imágenes proyectadas del filme de Eisenstein. Esta no es la historia real, parece decirnos la narradora, esto es una construcción ficcional. Esto: la película de 1925. Esto: la obra de 2017. La actriz se hace a un lado y cede la escena a los cinco marineros de esta versión, que a fin de cuentas girará en torno al filme, al hecho histórico y a las disquisiciones acerca de cómo se articulan las imágenes: cuánto hay de intencionalidad en la construcción de los mitos culturales.

Esta es una obra-ensayo, una puesta en escena que se discute a sí misma mientras se va ejecutando. Vemos las escenas claves de la película, pero también sus entretelones. Lo que no se filmó, las discusiones entre los amotinados, sus pugnas, lo que tal vez ocurrió con el buque después de la revuelta, el destino que pudieron haber corrido los marineros. Pero vemos también los momentos previos a la filmación, en 1925, con un Eisenstein que es observado por el resto del equipo con sospecha: es artista, es judío, es homosexual (“la homosexualidad es una desviación burguesa”, argumentará uno de los revolucionarios). El joven cineasta aparece acá como un hombre que debe responder al pedido de celebrar la revolución y que, para eso, opta por seleccionar partes de la fábula histórica y obviar ciertos episodios reales, como el desenlace del buque tras el motín. Como sea, se trata de un hombre que construirá una obra excepcional y cambiará los parámetros mundiales del cine. Esos aspectos son recogidos en la obra de Henríquez con sus respectivas complejidades. Y aunque a ratos se agradecería una baja de voltaje en algunas actuaciones, la frescura del punto de vista, la agudeza de la mirada, que no se queda en el mero homenaje, y la propuesta de un lenguaje escénico que abisma la historia y toma conciencia del artificio son cartas de sobra para hacer de este Acorazado un montaje valioso, que amerita ser visto.

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