Por Alberto Fuguet Septiembre 8, 2017

Narcos. En Netflix.

¡Que viva la música! fue como tituló el caleño Andrés Caicedo su primera y única novela antes de matarse a los 25 años, ambientada entre los jóvenes salseros de Cali. Un par de años después, aparecería su colección de cuentos Calicalabozo. Caicedo, por un lado, amaba Cali, una ciudad tropical llena de baile y cines y, por otro, le parecía un infierno provinciano del cual era imposible escapar. Caicedo se suicidó en 1977, mucho antes de que Cali se transformara en la tierra prometida del cartel rival de Pablo Escobar. Al caer Medellín y su líder, que era como terminaba la temporada anterior de Narcos, la capital paisa se calmó y la joya del Valle del Cauca se transformó en la capital narco del mundo y sus cuatro padrinos se hicieron cargo de más del 80% del negocio mundial durante los 90. Cali es la estrella o el villano, y los creadores de Narcos la transforman en mitad Tijuana, mitad Las Vegas en esta tercera temporada, donde se vuelve el personaje más atractivo y sugerente de esta saga que fusiona el peor melodrama con el mejor cine-negro para crear un nuevo producto intensamente latinoamericano, aunque conjurado en Hollywood.

Llevo un tiempo viendo narcoseries, que serían el brazo armado y audiovisual de los narcocorridos y de la literatura narco fronteriza que ha aparecido sobre todo en México, con resultados variados. De todo el material disponible, Narcos es la joya y es de esperar que pronto siga e ingrese al territorio mexicano, que es donde aún sigue este reguero de sangre. La narrativa narco es la del chico pobre que surge de la nada para vengarse con todo. Es, qué duda cabe, una épica que seduce e identifica. Lo narco —como verbo, como adjetivo, como marca registrada— es quizás el nuevo realismo mágico. Es nuestro nuevo producto de exportación y lo cierto es que funciona. Es rural y es urbano. Desde luego surge desde Colombia y, exageraciones aparte, posee un ancla en la realidad y en el barro.

Lo que quizás le falta a esta temporada de Narcos es erotismo y corazón, pero lo compensa con tensión y estrategia. No es fácil superar a Escobar, pero ahora hay cuatro padrinos y un gobierno (el de Samper) que está infiltrado. Narcos sigue funcionando. A veces, como la cocaína misma, atonta pero es adictiva. Te deja frío pero, a la vez, duro, prendido, alerta.

En las dos primeras temporada de Narcos, Pablo Escobar era el villano o al  menos su centro moral-inmoral. Ahora, un personaje más bien secundario ha ido subiendo hasta convertirse en la estrella: el chileno Pedro Pascal como Javier Peña, el agente de la DEA. Y los que eran, a todas luces, casi unos extras, ahora son las estrellas: los dos hermanos Rodríguez de Cali, junto a “Pacho” Herrera, el estilizado gángster gay al que le gusta vestir guayaberas compradas en Versace. Es junto a Salcedo, el jefe de seguridad convertido en rata-soplón, lo mejor de esta temporada evidentemente masculina, donde la única motivación real no es ni el dinero ni la droga sino la posibilidad de vengarse, la única emoción que importa y altera es la sospecha.

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