En Espacio Diana.
Un cuento de hadas macabro, una fábula grotesca, la historia de una princesa sin final feliz. Los tristísimos veranos de la princesa Diana toma como excusa la figura de Lady Di, a veinte años de su trágica muerte, para armar un relato que habla de patriarcados y violencias de género, de rupturas con los roles asignados, de princesas bulímicas que se tajean los brazos, que les ponen los cuernos a los príncipes (y ellos a ellas), que quedan embarazadas y no saben de quién es la guagua, que abortan y desafían todas las órdenes de sus reinos. Detrás está, cómo no, la talentosa Carla Zúñiga, que en esta ocasión vuelve a trabajar con Javier Casanga y su compañía La Niña Horrible. El resultado es una obra que exacerba el kitsch y la farsa. Un montaje que al inicio puede partir con las revoluciones un poco altas, pero que con el transcurrir de los minutos se vuelve tan preciso como desopilante.
Junto a la princesa Diana, interpretada con sobrada gracia por David Gaete, figuran dos criadas al estilo de Genet, que boicotean sus desacatos y exacerban la pesadilla de su encierro. La princesa ha cometido un acto reñido con las costumbres cortesanas y deberá pagar con su vida por los pecados. Pero la reclusión en una pieza del castillo, con barrotes en las ventanas y vigilancia permanente, es rota cada tanto por sus hijos Guillermo y Enrique, que la visitan. Uno de ellos al principio se resiste a las actitudes de la madre y le pregunta por qué no es como las otras princesas, por qué no es una mamá “normal”. El otro, en cambio, añora ser como ella. Tanto así, que usa sus vestidos y sus collares. El primer niño luego entra en razón y se alía con la madre en esta cruzada por la diferencia. Durante las horas de encierro previas a la ejecución de la mujer, aparecen también una periodista de farándula que trepa por el balcón con su grabadora intrusa; una niña negra y un mayordomo travesti, que parecen venir del mundo de los muertos; el odioso bufón de la corte, que termina por sacar de quicio a Diana, y un guardia que la noche previa al cumplimiento de la sentencia irrumpe en la pieza de la princesa con una nariz fálica y abusa de ella sin piedad.
Tal como suelen ser los montajes de La Niña Horrible, Los tristísimos veranos… es un brillante trabajo de diseño escenográfico y vestuario, donde consiguen que todo se vuelva un poco fantasmal, un poco mortuorio, pero vivo a la vez por el ímpetu del discurso de la princesa, que en su monólogo final acusa: “Nosotras somos hombres disfrazados de mujeres. Las mujeres no existen, nunca existieron, no son más que un mito (…) Somos hombres que sangran y que engendran a otros hombres”. La fuerza de esta particular Diana se potencia, además, por su presentación en el antiguo teatro del Espacio Diana. Una sala en el subsuelo del edificio que fue el convento de los sacramentinos, con foyer y largas cortinas rojas tipo Twin Peaks en la entrada. Un espacio con carácter, como la mismísima princesa queer de Carla Zúñiga.