Por D. Z. Septiembre 22, 2017

En el Malba hasta el 9 de octubre.

Venía de fotografiar, junto a su marido, a gente bella, bellísima, para revistas como Vogue y Harper’s Bazaar. Ella, Diane Arbus, realizaba la dirección de arte y él disparaba. Hasta que un día se cansó: de su marido, de esa gente bella y aburrida, y de su vida, que no iba hacia ninguna parte. Ya llevaba recorriendo durante muchos años Nueva York junto a su cámara, retratando la ciudad en silencio, pero no era suficiente.

Entonces dejó todo: el marido, el trabajo, esa vida y quedó ella y su cámara.

A partir de ese momento —1956— y en menos de quince años —se suicidaría en 1971—, Diane Arbus iba a retratar Estados Unidos con una mirada perturbadora y única, fijando el lente en aquellos que nadie quería mirar: enanos, travestis, ancianos, gigantes, personajes que miran fijo a la cámara, mientras Arbus dispara sin concesiones.

“Fotografiado por Diane Arbus, cualquiera es monstruoso”, iba a escribir años después Susan Sontag, y tiene toda la razón, pues avanzamos por la muestra de Arbus que se está exhibiendo en el Malba, en Buenos Aires, y aquella monstruosidad se nos aparece en todo momento: en la fotografía de unos niños con máscaras de luchadores, en unas gemelas inquietantes, en una señora arriba de un autobús o en un árbol de Navidad que está al fondo de un living, en una imagen extraordinaria, que Arbus, quién sabe cómo, logra convertir en una postal siniestra e inolvidable.

En el principio es la primera exposición que se hace de Arbus en Argentina, más de 100 fotografías que muestran, sobre todo, sus inicios entre 1956 y 1962, donde vemos a Arbus tanteando terreno, deambulando por Nueva York en busca de ese mundo oculto y extraño que caracterizaría su obra. Y ese mundo estaría en las calles, por supuesto, en algún circo, en un prostíbulo, en un psiquiátrico, pero también en lugares más inesperados, como un parque o como cualquier casa típica de Estados Unidos. Es, sobre todo, en esos momentos en que descubrimos la genialidad de Arbus, el talento para registrar la extrañeza en aquello que pareciera completamente normal: una niña cruzando la calle, un taxista mirándola desde lejos, un niño con una granada de juguete en una mano, o una mujer con los ojos cerrados entregada a ella, a ese lente poderoso que le permitió llegar a donde quiso.

“Una fotografía es un secreto acerca de un secreto. Cuanto más te dice, menos sabes”. La frase es de Arbus y se lee en un muro de la exposición, como si fuera una señal de ruta que nos ayuda a avanzar por este laberinto de seres extrañísimos pero curiosamente familiares, y que Arbus supo retratar siempre con una distancia admirable: no hay compasión en sus fotografías, sino más bien un gesto de dignidad, de importancia. Sí, lo decía Sontag: fotografiar es conferir importancia, y eso es lo que transmiten estas imágenes, en las que sus protagonistas miran fijo a la cámara, absolutamente conscientes de que están siendo parte de una historia oscura y hermosa.

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