Por Alejandra Costamagna Noviembre 10, 2017

40 mil kilómetros, el perímetro de la Tierra, en Teatro del Puente.

Es cierto que a estas alturas montar un biodrama en Chile suena a fórmula repetida. Desde que la argentina Lola Arias irrumpiera con la insuperable El año en que nací (que por estos días es reestrenada en el Teatro Nacional Chileno en una breve temporada) han sido decenas las apuestas locales con este formato, que sostiene su dramaturgia en la biografía de los intérpretes. Hay ejemplos logradísimos, como Los que vinieron antes, ideada por Ítalo Gallardo (parte del elenco de El año en que nací) a partir de las historias de vida de sus abuelos, o la reciente Esto (no) es un testamento, en la que el mismo Gallardo junto a Pilar Ronderos dirigen al elenco del teatro Ictus para armar una particular biografía en escena.

La obra 40 mil kilómetros, el perímetro de la Tierra, dirigida por Carlos Aedo Casarino y María Luisa Vergara, viene a sumarse a esta tendencia. Lo hace con herramientas algo más endebles, tal vez, y con un trabajo que parece estar aún en proceso. Sin embargo, el montaje destaca por la relevancia del tema abordado y las preguntas que deja abiertas. Sobre el escenario vemos a la española Aída Escudero, la boliviana Mayra Padilla, la argentina Eliana Furman y el haitiano Ralph Jean-Baptiste, quienes reflexionan sobre la experiencia migrante, el cuestionamiento de la identidad en un territorio ajeno, el desarraigo, las diferencias culturales, la discriminación o la precariedad del empleo. Las tres mujeres son actrices, con distintos grados de formación y experiencia. Jean-Baptiste, en cambio, es músico, licenciado en Lingüística, y hoy trabaja como traductor para los pacientes haitianos y “facilitador intercultural” del Hospital Roberto del Río. En él, justamente, recae el peso dramático de la obra. No sólo por el valor de su testimonio, sino también por su espontaneidad en el escenario. En algún momento nos contará que al llegar a Chile, hace siete años, intentó emplearse en algo vinculado con sus estudios, pero fue imposible. Entró entonces a trabajar en el restaurante Lomitón. Se esforzó y se esforzó hasta que lo ascendieron. Un día una clienta quiso hacer un reclamo: “Le dije que yo era el jefe de local”, recuerda. Y sigue: “Miró alrededor y preguntó si no había nadie más que la atendiera. Todo por mi color de piel”. Momentos agrios como ese habrá varios en la obra. Pero también repasos alentadores de integración, intercambios de costumbres, gustos y hábitos o ejercicios de memoria individual que confluirán en una especie de memoria colectiva del grupo. “¿Quién soy yo?”, se preguntará Escudero. “¿Quién soy yo para mí, aparte de la española?”, “¿quién soy yo cuando nadie conoce mi manera de hacer las cosas?”. Y entonces vendrá también la pregunta acerca de las diferencias entre ser inmigrante y ser sólo extranjero. Y la interrogante metateatral sobre la selección de ellos mismos en el escenario. “¿Por qué se nos va a calificar, por el espectáculo o por la vida real?”, se preguntan. Se les ha dicho que son atractivos, interesantes. Y la contrapregunta queda abierta, resonando en la sala: “¿Interesantes por qué? ¿Porque somos un fenómeno para el público?”.

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