Por Alejandra Costamagna Noviembre 24, 2017

Estado vegetal, de Manuela Infante.

Al inicio la obra se llamó Aparato radical. Era radical, sin duda, ponerse a pensar como planta, a sentir como siente un gomero, a reaccionar como lo haría una enredadera. Con ese título, Manuela Infante presentó en 2016 su primer montaje luego de la disolución de la compañía Teatro de Chile. Fue la versión inicial del trabajo que entre el 7 y el 16 de diciembre repondrá en el centro GAM, ahora con el nombre de Estado vegetal. La radicalidad del dispositivo sigue fresquísima en este unipersonal a cargo de Marcela Salinas, que nace de un cuestionamiento al lugar antropocéntrico del teatro y recoge ideas de la neurobiología para explorar conceptos como “inteligencia vegetal” o “alma vegetativa”. Lo interesante acá, lo genial incluso, es cómo son incorporadas estas reflexiones en la práctica creativa. Infante ya lo había probado en la obra Realismo, prima hermana de Estado vegetal, donde reformulaba las relaciones de los seres humanos con los objetos. Entonces recogía las ideas del “realismo especulativo”, corriente filosófica sostenida justamente en una suerte de postantropocentrismo. E incluso un embrión de esta búsqueda se vislumbraba también en Zoo, un diálogo de sordos entre un grupo de científicos observadores y un par de indígenas observados, donde se volvía evidente la imposibilidad de las palabras para dar cuenta de algunos nudos de la realidad.

Como sea, a pesar de lo radical de las ideas o de lo abstractas que puedan sonar en primera instancia, Manuela Infante no pierde nunca de vista que esto es creación artística. Y si la apuesta, como en este caso, es que el reino vegetal sea el foco del discurso, veremos sus ramificaciones y sus raíces y el despliegue de sus hojas en las palabras que circularán en escena: alguien duerme como un tronco, la gente se va por las ramas, los asuntos son de raíz, la mujer está plantada. Y las situaciones mismas dejarán a la vista un roce singular: un joven bombero choca en su motocicleta contra un árbol añoso y empezamos a sospechar que el árbol mismo tuvo responsabilidades en el accidente. Y, en otro plano, una anciana se irá mimetizando con sus plantas y arbustos de interior, a quienes llamará “chiquillos”, hasta verse prácticamente abducida por ellos. En ambos casos sabemos que la vegetación estaba ahí desde antes, que sólo está recuperando su territorio, que algo está tramando y que, en un futuro incierto, el planeta será “como una pura bola verde (…), como volver al jardín del Edén”.

Marcela Salinas, quien escribió junto a Infante el texto, despliega un trabajo asombroso de registros. Asume las voces y los roles de un puñado de sujetos: es el funcionario municipal, la vecina copuchenta, la niña con alguna tara mental, la madre del bombero accidentado, el árbol y sus múltiples ramas, la anciana, las plantas de interior, la rebelión. Infante lo explicaba así en una entrevista: “Casi todo el reino vegetal funciona como un colectivo, una sola voz compuesta por varias otras, pero nunca como un ser solo”. Y ese es tal vez uno de los mayores desafíos de la obra: vegetalizar la mirada. O al menos transmitir la idea de que podemos salir de la lógica antropocéntrica, repensar la relaciones de lo humano con el mundo y asomarnos a otro universo. Infante, en estrecha complicidad con Salinas, nos planta de una vez en el soberano reino vegetal.

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