“Moronga”, de Horacio Castellanos Moya. A $ 14.000.
Lo ha dicho varias veces: su conflicto esencial como escritor ha sido la identidad, el desgarro y la confrontación. Pero también la memoria. O sobre todo la memoria. Moronga (Literatura Random House), la nueva novela de Horacio Castellanos Moya, tiene, desde luego, mucho de eso. Está construida desde una pregunta hecha con materiales antiguos, pero tan resistentes al tiempo que siempre da la sensación de que la escuchamos por primera vez: la posibilidad de una vida nueva lejos de casa, la chance de ser otro, de transformarse en otro; y qué hacer, mientras, con el pasado que no nos deja en paz y amenaza con sacarnos del camino. Moronga es una historia sobre la soledad de quienes escaparon de la violencia centroamericana e intentan adaptarse a la vida en Estados Unidos, con un pie en el sistema y otro en el lumpen. Lo que resulta, desde luego, no puede ser otra cosa que la paranoia como antesala del desastre.
La novela está organizada en dos bloques extensos, a primera vista independientes, ambos en primera persona, más un remate donde parte de las tramas confluyen. Uno cuenta la historia de José Zeledón, quien lleva un tiempo en Norteamérica luego de haber combatido en la guerrilla de El Salvador. Es un hombre silencioso, gris, que llega a la pequeña ciudad universitaria de Merlow City, al sur de Wisconsin, gracias a un compatriota que le ha conseguido un trabajo como chofer de un bus escolar. Allí poco a poco se integra a la rutina y accede a otros trabajos: primero como taxista part-time (“Quién lo hubiera dicho... A los taxistas les dábamos matacán en aquella época. Todos eran informantes del ejército”); luego en el departamento de computación del Merlow College (debe leer mails de latinos escritos en español que los filtros de seguridad marcan como sospechosos) y, finalmente, en el equipo que monitorea el centro de la ciudad con cámaras de vigilancia. Así transcurre la vida de Zeledón hasta que recibe el llamado de un antiguo compañero de armas que le pide ayuda en un negocio bastante turbio.
La segunda parte está enfocada en Erasmo Aragón, también centroamericano, profesor de Merlow College, y sus constantes desventuras ocasionadas por su impulso sexual reprimido. Aragón, en corto, es un calentón incorregible y también un culposo. Tan fogoso que muchas veces es incapaz de pensar con claridad. Pronto cumplirá 50 años, sabe que envejece y no hay vuelta. Pese a todo, una beca de investigación le permite pasar unos días en Washington revisando archivos que den pistas sobre la traición que terminó con la muerte del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado en 1975 por sus propios compañeros (lo acusaban de ser un infiltrado de la CIA en la guerrilla). Cuando no está en el archivo, Aragón dedica su tiempo a meterse en líos que exacerban sus delirios. No importan los años que hayan transcurrido, él no logra sacarse de encima el peso de la guerra civil, el miedo a sentirse vigilado o a cometer algo indebido que le haga perder su nueva vida.
Horacio Castellanos Moya nació en Honduras en 1957, pero es considerado un escritor salvadoreño. El 2014 recibió el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas. Es de la misma generación de Roberto Bolaño. Tuvieron las mismas ilusiones de juventud y cayeron en las mismas trampas. Aunque por suerte ambos supieron arreglárselas con el desencanto y hacerse cargo de sus fantasmas desde la literatura. De hecho, Bolaño lo dijo de manera bastante certera: los relatos de Castellanos Moya remiten hacia un horror “que todos conocemos o del que todos hemos oído hablar”.
En ese sentido, Moronga es una novela que bien podría ser dos, sin contar los guiños y las apariciones de personajes de sus libros anteriores. Los hilos que se extienden de una hacia la otra son relevantes para cierta forma de leer el relato, digamos que para que los cables sueltos se conecten (o bien se crucen y saquen chispas, como en realidad ocurre). Pero esto no es superior a los personajes memorables a los que el novelista ha dado vida. Mientras Zeledón es parco y sereno, con una voz que construye su historia desde retazos, silencios y omisiones en medio de un invierno implacable, Aragón es todo lo contrario: es un desbordante, un lengua suelta amigo de los excesos que sufre con el calor del verano.
Moronga está articulada desde la oposición de dos voces. Hay momentos en que la prosa parece desvanecerse en los resquicios del episodio breve, y otros en que adquiere un ritmo vertiginoso, feroz y total. Castellanos Moya es capaz de guardar silencio con un párrafo que apenas diga lo necesario o bien se despacha tres o cuatro páginas sin un punto seguido, apostando todo a la sintaxis y a lo extraordinario que a veces ocurre en las buenas novelas: que por medio de la letra impresa se logra escuchar (y conocer y tratar de entender) a alguien que no está, que no existe. No se trata de musicalidad, tampoco de ritmo. Menos aún de vocabulario. Es otra cosa. No se sabe bien qué. Y quizás sea mejor dejarlo así y baste nada más con disfrutarlo en silencio.