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La primera vez que escuché el nombre de Juan José Morosoli (1899-1957) fue hace algunos años en la voz de Hebe Uhart, que recomendaba su lectura —sus cuentos, particularmente— como quien conoce un secreto perfecto pero muy poco difundido, claro. Juan José Morosoli: un escritor uruguayo de la primera mitad del siglo XX, uno de esos raros que había sido leído como un costumbrista más, pero que en realidad era un genio. Un delirio. Como la misma Hebe Uhart. Tenía todo el sentido del mundo que fuera ella quien lo recomendara: pertenece a su genealogía, a una tradición de excéntricos latinoamericanos, de esos escritores que tienen un oído prodigioso y una mirada dislocada, lo que se traduce en una sintaxis torcida, única.
Esa voz del campo profundo —latinoamericano— está reflejada en los cuentos de Morosoli, que pudimos leer hace un tiempo en la antología El campo —que hizo Mardulce en Argentina— y que ahora llegan en Tierra y tiempo, un libro que apareció en 1959, dos años después de la muerte del uruguayo, y que Libros del Laurel acaba de reeditar.
Son casi treinta cuentos breves, estampas de un paisaje modesto, lleno de personajes solitarios que de vez en cuando encuentran algún vínculo: con un perro, con algún bicho, con la tierra, con algún desconocido que ingresa en sus vidas y con el que terminan forjando una amistad mientras toman un mate. Son personajes algo parcos, distantes, que hablan despacito, pues parecieran haberlo visto todo, pero no lo dicen, quizá ni lo saben: viven el presente, han perdido algunas batallas, se conforman con lo que tienen ahí, en ese campo que parece nunca acabar. Hay algo de Rulfo en todo esto, cómo no, aunque Morosoli era mayor. Hay algo, también, de Marta Brunet e incluso de Federico Gana, lo que nos hace pensar que a Raúl Ruiz le podrían haber gustado estos cuentos, este mundo; que, sin duda, lo podría haber filmado.
“Este libro da la sensación de algo trabajado en piedra, de cosas que han sido escritas para siempre”, anotó alguna vez Juan Carlos Onetti sobre Tierra y tiempo. Son relatos devastadores, algunos, que parecieran surgir de algo que nos antecede y que nos conforma. Morosoli detiene el tiempo, lo tuerce, lo fragmenta: son pequeñas imágenes que a veces se vuelven completamente diáfanas y nos golpean sin más, como a Domínguez, el protagonista del cuento “Soledad”, que no tiene nada en la vida, sólo un caballo viejo, inútil, que un día decide vender. Y Morosoli los describe así, en la última caminata que tienen juntos: “Venían despacio. Muy despacio. Casi nadie se daba cuenta de que caminaban. Iban en la oscuridad como otra oscuridad que caminaba”.
La literatura de Morosoli es de un vanguardismo discreto, como lo definió alguien.
Quién sabe por qué nos demoramos tanto en descubrirlo. Ahora sólo queda echar a correr la voz.