Por Yenny Cáceres Mayo 4, 2018

Zama, de Lucrecia Martel.

Quizá no estamos preparados para una película como Zama. La nueva —y esperada— cinta de la directora argentina Lucrecia Martel sólo viene a confirmar lo que intuimos desde que vimos La ciénaga (2001): que Martel está llamada a ser uno de los nombres más brillantes del cine latinoamericano. No sólo por el arrojo de llevar al cine una novela tan inadaptable como Zama, de Antonio Di Benedetto. Al igual que Raúl Ruiz, que cuando trabajaba con obras literarias prefería hablar de adopción en vez adaptación —como lo hizo con Proust en El tiempo recobrado—, Martel tiene además el coraje de leer Zama y hacerla propia, integrarla a su imaginario.

Publicada a fines de los 50, en ese momento la novela de Di Benedetto no fue más que una rareza dentro de la literatura argentina, con un lenguaje y una temática que se escapaban a lo que estaba en boga en esos años, previos al Boom. Tal como en el libro, el protagonista de la película es Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un funcionario de una colonia española en la América de fines del siglo XVIII. Lejos de su mujer y sus hijos, Zama debe lidiar con el tedio de su trabajo, el menosprecio de las autoridades y la espera de un traslado que nunca llega, en una tierra ajena y donde los indígenas son una presencia tan inquietante como fantasmal.

Martel asume la titánica tarea de filmar una película de época, pero sin caer en excesos, porque lo suyo no es una clase de historia de colegio. Martel, ambiciosa, quiere filmar la Historia, pero lo hace a través de la travesía existencial de Diego de Zama y de esos personajes varados en una suerte de ciénaga, parecidos a los que vimos en el magnífico debut de Martel.

Como si todas sus películas anteriores hubieran sido una preparación para filmar Zama, la potencia del cine de Lucrecia Martel se despliega aquí en una puesta en escena fundacional, en que la exploración de los límites del lenguaje abarca todo, desde una cuidada edición de sonido hasta una fotografía que condensa el estado mental de los personajes, con un magnífico segmento final en que el paisaje parece devorarlo todo.

Las resonancias que provoca Zama son múltiples. Desde Alejo Carpentier, Glauber Rocha y hasta el Ruiz de Misterios de Lisboa se encuentran y dialogan aquí en una obra mayor, que justamente aspira a hablar de la invención de América, un continente híbrido, mestizo, fundado sobre un colonialismo que, para bien o para mal, nos define. Y sí, quizá no estamos preparados para una película como Zama. Mejor que así sea. Que aún existan cineastas que nos dejen sin habla. Gracias a Lucrecia Martel y a su cine. Porque Zama es una proeza, la aventura de una visionaria y un portento visual.

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