Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Abril 2, 2014

Si las cosas fueran como deberían ser, Robert Redford estaría en el afiche de la recientemente estrenada Capitán América y no haría falta mucho más: sería tan obvio que él es el Capitán América que no haría falta tener al intercambiable Chris Evans en un traje de spandex. Pero la cinta está hecha para adolescentes y, a los 77, Redford no es uno aunque toma ese tipo de riesgos que caracterizan a la adolescencia, como participar en un filme como éste. Redford, siempre digno, nunca usó un traje así y a lo más usaba bigotes y patillas. Pero los años han pasado y los tiempos son otros. Esos afiches de El candidato o Jeremiah Johnson no tenían más que la cara de Redford y su apellido. ¿Hacía falta algo más?

Antes que Redford terminara por transformarse en Redford, se preocupó de elegir muy bien sus roles. Fue el antigalán y aprovechó los 70 para cimentar su personalidad fílmica. Redford nunca hizo blockbusters porque el verdadero efecto especial era él. Pocas estrellas/símbolos sexuales se han sentido más incómodos con el rol que Dios les asignó y no es osado sostener que casi toda la carrera de Redford ha sido un intento para demostrarle al mundo que un tipo tan atractivo como él podía ser no sólo inteligente sino políticamente fiable (si existe un actor liberal y eco-friendly, una suerte de ángel de la izquierda, éste es Redford). Lo logró.

Luego de un tiempo algo recluido y preocupado más de su festival de cine en las montañas de Utah (Sundance), Redford ha regresado. En All Is Lost, la notable y jugada cinta de J.C. Chandor, por la cual merecía al menos una nominación al Oscar, y -casi como un guiño- en esta secuela más paranoide y política de Capitán América y el soldado del invierno, donde interpreta a una suerte de Dick Cheney, militarista y fascinado con sus potentes juguetes destructivos.

A los 77 años, impresiona lo bien que se ve y, a la vez, lo mal. Cero operaciones, demasiadas arrugas y las huellas de una piel famosa por su acné. Todo esto queda más que claro en All Is Lost, donde al final es su rostro -ese famoso rostro- el protagonista de la cinta. Un hombre mayor navega en su costoso yate a vela por un mar que luego sabremos es el océano Índico. Está solo, como muchos personajes redfordianos, conectado con la naturaleza. Quizás está evaluando su vida, escapando de sus nietos, aprovechando su jubilación. Nunca sabemos, pero lo intuimos. Hasta que una mañana un container que se cayó de un barco choca con su pequeña nave. Y casi la parte en dos. Redford debe enfrentarse a lo que ya se está enfrentando y a lo que todos se enfrentarán: la muerte. Pero una cosa es morir ahogado y otra es irse de a poco. Al estar solo, Redford no tiene con quién conversar. La cinta se vuelve de alguna manera muda y todo lo que necesitamos entender lo hacemos vía sus ojos, sus manos, su pelo mojado, esas arrugas. Ambas cintas utilizan y hasta se aprovechan del pasado cinematográfico de Redford. Su legado es mítico y él, de una manera, también lo es. Verlo avasallado, por un lado y, por otro, vivo y fuerte, lúcido y en calma, es potente.

Es, al final, ese tipo de efecto especial digital que nunca sale bien.

Redford es cien por ciento análogo y logró de sobra lo que quiso: no será recordado sólo como un galán. Capaz que sea recordado como un ídolo.

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