Hace pocas semanas, el semanario británico The Economist publicó un número que generó un nuevo capítulo en la larga historia del incordio entre sajones y franceses. En su portada, parodiando el “Almuerzo campestre” de Manet, presentó a Nicolás Sarkozy y François Hollande en postura serena, sin mayor preocupación que la de atraer la mirada de una mujer. El texto era aun más directo: “Francia en la negación. La elección más frívola de Occidente”. La portada ilustraba perfectamente la perplejidad con la que buena parte del mundo mira la política francesa: mientras el buque se hunde, los principales candidatos están dedicados a distraer al electorado. Aunque el ataque tiene algo de injusto -en ninguna parte las campañas electorales son un ejemplo de sinceridad-, es innegable que la campaña ha sido singular, pues ha esquivado sistemáticamente las preguntas decisivas que, más temprano que tarde, Francia deberá responder.
Mientras los griegos hacen esfuerzos colosales por salir del abismo, mientras los españoles acumulan los planes de rigor y los italianos tratan de ordenar sus cuentas con un tecnócrata a la cabeza, los franceses parecen vivir en una alegre inconsciencia de su verdadera situación, y ningún candidato parece siquiera dimensionar el problema. Es cierto que Francia sigue siendo la quinta economía del mundo, y que en pocos años más será el país más poblado de Europa, pero las luces rojas llevan mucho tiempo encendidas: una deuda que se acerca peligrosamente al 90% del PIB, un gasto público que representa algo así como 53% del producto y una degradación acelerada de la competitividad (la crisis de la industria automotriz es el ejemplo más paradigmático) que se traduce en un enorme déficit de la balanza comercial y en un peligroso desequilibrio con Alemania. Como si todo esto fuera poco, Francia ni siquiera dispone de los medios para tomar decisiones con libertad, porque ya no está en condiciones de dictar sus propios términos a la Unión Europea: la devaluación no es alternativa para ganar en competitividad y el Banco Central Europeo no se ve muy interesado en respaldar las deudas de los estados.
Este escenario no tiene nada de auspicioso, y Francia corre el serio riesgo de encontrarse, en el corto plazo, en un círculo infernal análogo al de España: cuando el mercado pierde confianza en la economía, las tasas de interés suben y eso obliga a recortar los gastos, lo que contrae aún más la economía, y así. En ese contexto, uno esperaría de los candidatos una reflexión que permita comprender los peligros y calibrar libremente las alternativas. Porque no es exagerado decir que en los meses y años que vienen Francia se juega buena parte de su destino, en Europa y en el mundo. Sin embargo, los candidatos hacen como si nada, prefiriendo multiplicar sus promesas a sabiendas que será imposible cumplirlas. No se trata de asumir el liberalismo sajón en su versión Economist, sino de tomarse en serio las dificultades: la ilusión de financiar el estado de bienestar con pura deuda puede durar mucho tiempo, pero no eternamente.
Hollande, a quien todos los sondeos dan por ganador en la segunda vuelta, ha dado signos de agotamiento. Esto no debería poner en peligro su victoria final, pero sí abre una interrogación sobre su eventual gobierno.
Una elección bipolar
El favorito de la elección es el socialista François Hollande, a quien todos los sondeos dan por ganador en la segunda vuelta con ventaja cómoda. Con todo, en las últimas semanas su campaña ha dado signos de agotamiento. Esto no debería poner en peligro su victoria final, pero sí abre una interrogación sobre su eventual gobierno. El eje de su discurso es el rechazo a la figura de Sarkozy, y eso no basta en una carrera larga: Hollande ofrece muchos motivos válidos para no votar por el presidente actual, pero ofrece pocos para votar por él. El hombre es moderado, inteligente y preparado, pero no ha sabido imponer un discurso convincente. Es un poco víctima -y victimario- de la situación de los socialistas franceses, los únicos en Europa que aún no asumen plenamente la socialdemocracia. Esto obliga al candidato a realizar un curioso juego de piernas: mientras responsabiliza al mundo financiero de todos los males, va a la City de Londres a tranquilizar a los inversionistas. Sólo la habilidad de Mitterrand podía manejar con éxito esas ambigüedades, y Hollande -por más que le pese- no es Mitterrand ni cuenta con un carácter que se imponga por sí solo. Quien saca todos los beneficios de la vacuidad del socialista es Jean-Luc Mélenchon, el candidato que se ubica a su izquierda. Mélenchon ha sido la revelación de la campaña, y si hace algunos meses apenas se empinaba sobre los 5 puntos, hoy anda cerca del 15%. Antiguo dirigente socialista, Mélenchon combina una oratoria explosiva con un lirismo desatado (ni siquiera se ha dado el trabajo de calcular el costo de su programa). La presión que ejerce Mélenchon sobre Hollande es quizás la dificultad mayor de este último, pues lo obliga a mantener un discurso muy anclado a la izquierda: impuesto de 75% sobre los ingresos más altos, creación de 60.000 puestos públicos, anulación de la reforma de las jubilaciones que hizo Sarkozy, ésas son las (inviables) promesas que Hollande ha debido hacer para cuidar su flanco izquierdo. La apuesta del socialista es arriesgada porque eleva las expectativas cuando es evidente que, de ganar, su gobierno se verá obligado -por Bruselas, por los alemanes, por el mercado- a aplicar dolorosas medidas de ajuste. Sin embargo, el programa de Hollande no contempla ninguna rebaja del gasto público ni planes serios para reducir la deuda. Por eso, uno de los números a mirar con atención este domingo será la distancia entre Hollande y Mélenchon: si hay menos de diez puntos entre los dos, Hollande tendrá una difícil ecuación que resolver.
Sarkozy, por su parte, no la tiene más fácil, a pesar de su energía. Hace pocos meses, nadie daba un peso por su candidatura, pero el mandatario ha sabido darle una vuelta de tuerca a la elección, poniendo algo de incertidumbre. Por de pronto, logró revertir la tendencia para la primera vuelta, donde los sondeos lo dan en primer lugar. Sarkozy ha puesto todas sus fichas allí, pues sabe que su única posibilidad de triunfo es repetir la proeza de 2007: sacarle varios puntos a su contrincante socialista en la primera vuelta, y generar a partir de allí una tendencia ascendente para el balotaje. Sin embargo, se ve gastado como para triunfar en un ambiente hostil. Tiene a su haber el manejo de la crisis económica y el liderazgo internacional, pero también tiene un largo pasivo. Su estilo frívolo en el ejercicio del poder no termina de convencer a los franceses, más acostumbrados a la figura sobria del monarca republicano. Sarkozy vive en una agitación constante, pero aquello es vano: es más efectista que efectivo. Como si esto fuera poco, tiene a una candidata fuerte a su derecha: Marine Le Pen, quien marca 15 puntos en las encuestas, le impide adoptar un tono más moderado.
El cuadro entonces es el siguiente: dos candidatos favoritos, pero cada uno presionado por su extremo respectivo. El efecto es que la campaña tiende a girar en torno a los problemas de los extremos. Dicho de otro modo, ni Sarkozy ni Hollande han logrado imponer su propia agenda, y han seguido simplemente la retórica de los extremos. En esa lógica, los verdaderos problemas no son ni siquiera mencionados, justamente porque el extremismo se caracteriza por el simplismo intelectual: Mélenchon quiere resolverlo todo expulsando a los ricos, Le Pen expulsando a los extranjeros. En rigor, hay un solo candidato que tiene un discurso (relativamente) sincero, el centrista François Bayrou. Sin embargo, Bayrou se condenó hace años a un aislamiento político que lo tiene estancado en un 10% (obtuvo 18% en 2007).
Así las cosas, la campaña francesa abre una pregunta central sobre la situación de las democracias contemporáneas. Porque uno puede preguntarse cuán legítimo es un gobierno que accede al poder prometiendo medidas imposibles de aplicar. La dinámica obliga a los candidatos a esconder la realidad eludiendo las preguntas incómodas, pero eso tiene un costo altísimo en la credibilidad del sistema. Quizás habría que buscar por acá las causas profundas de la crisis de la democracia representativa, que necesita una buena dosis de verdad (en quien emite y en quien recibe) para poder funcionar.