Por Sebastián Rivas Mayo 24, 2012

Son las 23:30 horas del sábado y, por un instante, el tiempo se hace eterno en Múnich. Didier Drogba acomoda la pelota en el punto penal frente a uno de los arcos del Allianz Arena para ganar su paso a la historia. A esa hora, toda la ciudad contiene la respiración. Han llenado dos estadios para ver a su equipo, el Bayern Múnich, ganar en su propia casa la Liga de Campeones de Europa. Por cinco minutos, vivieron en la gloria: un gol de Thomas Müller en el minuto 83 les daba el título. Pero en el minuto 88, Drogba, el mismo que está ahora en frente del balón, revivió con un cabezazo imposible al Chelsea, un equipo de viejas glorias que quemó sus últimos cartuchos en la final.

Drogba apenas toma carrera. 70 mil personas lo observan, casi todos simpatizantes del Bayern, casi todos esperando lo peor. Toca el balón y se convierte en la reencarnación de Obdulio Varela, el capitán uruguayo que les amargó la vida a los brasileños en el Maracaná cuando querían ganar su mundial en 1950. Pelota en la red. El equipo inglés gana. El Bayern comienza su calvario.

En el Olympiastadion, a unos kilómetros del Allianz Arena, otros 75 mil hinchas alemanes no saben qué hacer. Nadie los preparó para que la fiesta interminable de la victoria se transformara de pronto en la mayor tragedia deportiva de la historia del club. Las dos pantallas gigantes, las decenas de bengalas rojas y el escenario preparado para la celebración de pronto no sirven para nada. Hay rabia, pena, gritos y llantos. Pero, sobre todo, hay silencio. Un silencio que se expande por los pastos y las lagunas cercanas, donde varios hinchas se sientan desconsolados, con la mirada perdida. Un silencio que llega a la estación de metro, donde deben hacer una fila de una hora para conseguir entrar. Pero pese al dolor, todo es en orden. No hay destrozos. Hay calma.

Los pocos que se quedan a ver la ceremonia de premiación apenas atinan a moverse. Casi no hay pifias cuando el Chelsea levanta la copa. Luego, todos marcharán hacia sus casas, mientras en el centro de la ciudad se desmantelaba todo lo que estaba preparado para los festejos.

Múnich está triste. Y eso parecen entenderlo los hinchas ingleses que transitan por las calles, que festejan pero no provocan, que guardan respeto frente a los que se lamentan. Como entendiendo que estuvieron a un par de minutos de que les tocara a ellos. O que alguna vez les pasará lo mismo. O, tal vez, que el fútbol es esto: sufrir, llorar, celebrar, reír. Pero no pelear.

El equipo de todos

Lo que pasó en Múnich podría funcionar como una metáfora de Alemania. El Bayern es un equipo que hizo todas las cosas bien. No sólo en el partido: hace casi dos décadas que tiene ganancias; en 2005 inauguró un modernísimo estadio -el Allianz Arena- en las afueras de la ciudad, que ya está completamente pagado; su plantel mezcla algunas figuras extranjeras con muchos seleccionados germanos, y el club está enclavado en una ciudad que tiene las tasas más bajas de desempleo del país -menores al 5%- y que en 2011 fue calificada como el cuarto mejor lugar para vivir en el mundo.

El sentimiento predominante en Alemania era de injusticia. De un equipo que tuvo todo para ganar, pero al que se le arrebató el triunfo por un capricho del destino. Esa mirada es muy similar a la que tienen los alemanes sobre la crisis europea.

Su orden institucional es un orgullo para sus hinchas. Tiene 10 millones de seguidores en Alemania y más de 20 millones en toda Europa. Y, además, los socios son los dueños del club. Quizás por eso el más pifiado de todas las figuras del Chelsea que aparecieron en las pantallas gigantes durante el partido no fue un jugador, sino el propietario del equipo, Roman Abramovich, el multimillonario ruso que puso de su bolsillo cerca de dos mil millones de dólares para construir un equipo capaz de ganar la Liga de Campeones, pero que arrastra serios déficits operativos año tras año. Algo así como el orden alemán versus el despilfarro ilimitado.

Eso influyó en que el sentimiento predominante al día siguiente en Alemania fuera el de injusticia. De un equipo que tuvo todo para ganar, que jugó de forma ofensiva, que apostó por una fórmula más arriesgada, pero al que finalmente se le arrebató el triunfo por un capricho del destino, o por un iluminado como Drogba, que fue capaz de concretar el único córner que tuvo a favor el equipo londinense contra los 17 que había desperdiciado el Bayern hasta ese minuto.

Esa mirada es muy similar a la que tienen los alemanes con respecto a la crisis europea. Los comentarios en los cafés apuntan a que el país no tiene por qué cargar con las irresponsabilidades y el derroche de otros, que ya están cansados de dar dinero a sus socios y que éstos deben arreglárselas como puedan. El emblema de este modelo ha sido Ángela Merkel y su programa de austeridad fiscal. Pero hasta la canciller alemana ha sufrido en los últimos días: el jueves previo al partido, el primer ministro británico, David Cameron, la instó a ser más audaz en la defensa del euro y a apoyar a los países en problemas. Ambos, paradójicamente, vieron juntos el encuentro por TV desde Estados Unidos. Y Cameron celebró los goles del Chelsea como si fueran propios.

Los destrozos del silencio

Era una especie de premonición. A unos pocos metros del Olympiastadion, en el museo de la Liga de Campeones que instaló la UEFA previo al partido, un video se repetía una y otra vez. Eran apenas tres minutos, quizás los tres minutos más terribles para los hinchas del Bayern hasta el sábado pasado: en 1999, en Barcelona, ganaban por 1 a 0 hasta el minuto 90 la final del mismo torneo al Manchester United -otro equipo británico-. Pero en los descuentos, su rival no sólo les empató, sino que consiguió ganar con dos goles increíbles de Teddy Sheringham y Ole Gunnar Solskjaer. Los fanáticos de Múnich se quedaban pegados allí, mirando ese video, queriendo ahuyentar los fantasmas.

 

Maracanazo del primer mundo

Nadie quería pensar en algo así, pero estaba presente. Los hinchas sabían que estaban frente a una posibilidad única: nunca antes en el actual formato de la Liga de Campeones un equipo había sido local en la final, en su ciudad y su estadio. Lo hicieron sentir colapsando el metro y todos los medios de transporte para llegar al Allianz Arena y el Olympiastadion. Más de 150 mil personas vieron el partido en ambos lugares, casi un 10% del total de la población de la ciudad. No era para menos: un millón de socios del Bayern postularon a tener entradas para la final. Y cerca de 500 mil salieron a las calles en las horas previas.

Aunque parezca obvio, eso ya es una ganancia para una ciudad marcada por la tragedia de los Juegos Olímpicos de 1972, hace exactamente cuatro décadas, en que 11 deportistas israelíes murieron a manos del grupo Septiembre Negro. De hecho, la placa que conmemora el suceso, a la entrada del Olympiastadion, fue un punto de encuentro para muchos fanáticos.

Y probablemente eso también explica por qué después del partido, lejos de protestar o hacer destrozos, los hinchas del Bayern optaron por el silencio para expresar su dolor. Aun en el momento más duro de su exitosa historia futbolística, perdiendo el título más importante de Europa en su propia casa, todo seguía siendo deporte. Seguía siendo un juego.

Lejos de protestar o hacer destrozos, los hinchas del Bayern optaron por el silencio para expresar su dolor. Aun en el momento más duro de su historia futbolística, perdiendo el título más importante de Europa en su propia casa, todo seguía siendo un juego.

Que tengas buen vuelo

En “El reposo del centrojás”, un texto de Osvaldo Soriano, Obdulio Varela cuenta que la noche tras el Maracanazo salió a las calles de Río de Janeiro en busca de unas cervezas. Y lo que vio allí fue pena, desolación y dolor, pero lo que más le sorprendió fue cuando el dueño de un bar lo reconoció. “Pensé que el tipo me iba a matar. Pero me miró, me dio un abrazo y siguió llorando. Al rato me dijo: ‘Obdulio ¿se vendría a tomar unas copas con nosotros? Queremos olvidar’”, recordaba el capitán uruguayo sobre ese día de 1950.

Si Didier Drogba hubiera salido a dar un paseo por las calles de Múnich cerca de la una y media de la madrugada del domingo, se habría encontrado una escena similar. En el Hauptbahnhof, la estación central de trenes de la ciudad, hinchas del Bayern y del Chelsea compartían los pocos espacios que había en las murallas para dormir esperando regresar a sus casas, muchas veces con sus cervezas aún en la mano. En los escasos locales abiertos, ambos hacían filas conjuntas para comprar comida y bebida. Como olvidando que, por 120 minutos y una tanda de penales, fueron enemigos a muerte en la cancha.

A esa misma hora en Chile, el sector norte del estadio Bicentenario de La Florida era desalojado porque la hinchada de Colo Colo lanzó una bomba de ruido mientras su equipo ganaba el partido. Nada más lejano a la realidad de Múnich, en que la dignidad en el dolor engrandeció no sólo a un equipo, sino que a toda una ciudad. Un lugar en donde, incluso en el más terrible de los escenarios para un club de fútbol, un simpatizante del equipo contrario podía andar con su camiseta tranquilamente por la calle, sin necesidad de ocultarla bajo un polerón o temiendo ser atacado por eso.

El resumen perfecto de aquello ocurrió cerca de las cuatro de la mañana, cuando algunos de los hinchas del Chelsea ya tomaban el camino al aeropuerto. En uno de los vagones del tren iba un londinense que había viajado al partido, aún con su camiseta puesta, sentado solo. De pronto, lo rodearon tres simpatizantes del Bayern. Y aunque horas antes habían estado divididos por el fútbol, se pusieron a conversar de sus vidas, de lo mucho que les había costado conseguir los boletos y de las horas extras que tendrían que trabajar para pagarlos, todo en un perfecto inglés. Una estación antes del aeropuerto, los hinchas alemanes se bajaron. La despedida al británico fue simple y directa: “¡Adiós! ¡Y que tengas un buen vuelo!”.

 

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