Por Paulo Ramírez Mayo 31, 2012

Es la realidad de los principales maratones del mundo. Siempre ganan los keniatas. En Boston siete de los diez primeros lugares fueron para keniatas. Pasó lo mismo en Nueva York y en Berlín y en Londres y en Chicago. Y en Santiago el pasado 3 de abril: ganó Peter Lemayian, con 2:12:52. Ocurre en las carreras de hombres y también de mujeres (en el caso de ellas, con ciertas excepciones). Ellos tienen los mejores registros a nivel mundial, y en el 2011 obtuvieron 66 de los 100 mejores tiempos.

Un periodista británico quiso entender por qué  y decidió ir a la fuente. Pero no para preguntarles a ellos, sino para vivir con ellos y sobre todo correr al lado de ellos.

Adharanand Finn tiene casi 38 años. Trabaja para el diario The Guardian, editando y escribiendo, sobre todo acerca de correr. Corre desde su juventud, pero lleva el peso del deportista frustrado y hasta hace dos años nunca había participado en un maratón. Para debutar, escogió nada menos que el maratón de Lewa, en Kenia: su plan de entrenamiento sería idéntico al de los propios keniatas que fuera conociendo.

Se tomó los seis meses sin goce de sueldo que el diario les ofrece a sus periodistas y partió con su mujer, Marietta, y sus tres hijos: Lila, Uma y Ossian (que tenía en ese entonces poco más de un año).

La experiencia de Finn (cuyo nombre de pila, Adharanand, es la marca de la época hippie de sus padres: significa “felicidad eterna” en sánscrito) quedó registrada en una serie de artículos en el diario y, luego, en el libro Running with the Kenyans: Passion, Adventure, and the Secrets of the Fastest People on Earth.

Finn vive en Devon, unas cuatro horas al suroeste de Londres. Al teléfono con Qué Pasa, comparte su experiencia con entusiasmo, asumiendo que “el gran secreto de los maratonistas keniatas es que no hay ningún secreto”.

Al contrario, lo que hace únicos a los corredores keniatas es una combinación de elementos, y ninguno destaca muy por sobre los otros.

Hay que descartar la pura genética. Dice Finn que “la ciencia ha explorado esa hipótesis y hasta ahora no se ha encontrado evidencia poderosa que sugiera una ventaja genética en los keniatas”. No es que no exista una, aclara, pero agrega que “cuando pasas suficiente tiempo con ellos, empiezas a entender que hay suficientes factores que explican por qué son tan brillantes”.

Pero no siempre fue así. Hasta los años 60, los negros de África estaban prácticamente proscritos de las competencias internacionales. En los Juegos Olímpicos de 1968 y 1972 vinieron las sorpresas: dos medallas de oro para el keniata Kip Keino, quien todavía es reverenciado en su tierra, dice Finn, “lo que dice mucho acerca del rol que le cupo en el inicio de la tradición atlética de su país”. Kenia boicoteó los juegos de 1976 y 1980 por razones políticas, así que sólo después de esos años comenzó a surgir su renombre en las pistas mundiales. “Además, durante los 70 y 80 no había muchas oportunidades para los atletas keniatas -los mejores entraban al ejército u obtenían becas en universidades estadounidenses. Cuando el atletismo se volvió profesional, a fines de los 80, y aparecieron los premios en dinero para las carreras fuera de pista, el número de atletas keniatas exitosos comenzó a crecer”. Ahí fue cuando la bandera de Kenia se tomó el mundo de los maratones.

Finn insiste en que la primera clave del éxito está en la niñez. Kenia es muy pobre, especialmente en el sector rural, de donde viene la mayoría de los corredores. Los niños se crían descalzos, corriendo al colegio, corriendo detrás de las vacas, corriendo a buscar agua... “Tienen una infancia tan activa que para cuando cumplen 16 han corrido muchísimo y quedan muy atléticos”.

Eso de correr descalzos no es poca cosa. Según uno de los personajes fundamentales del libro de Finn, el misionero irlandés Colm O’Connell, de ahí obtienen el estilo que los acompañará toda la vida. O´Connell, cuenta Finn, es un obsesivo del estilo. Fundó el colegio St. Patrick y hasta allá lleva a jóvenes corredores escogidos a dedo para convertirlos en estrellas. Dice que tiene una tasa de éxito del 60%: seis de cada diez de sus alumnos llegan a formar parte de la elite.

“Mientras la mayoría vive apenas por arriba del nivel de subsistencia, en chozas pequeñas y muy humildes, los corredores conducen grandes autos, viven en casas enormes y se convierten en personas importantes. El que tanta genta haya hecho dinero gracias a las carreras estimula a otros a imitarlos”.

La discusión sobre el correr descalzo lleva varios años. La incentivó el periodista estadounidense Christopher McDougall en su libro Nacidos para correr, en que relata sus vivencias con los indios tarahumara en las Barrancas del Cobre, en México. El soporte científico de la teoría que dice que corremos mucho mejor sin zapatillas que con ellas lo dio el profesor de biología evolucionaria de la Universidad de Harvard Daniel E. Lieberman. Según él, la evolución nos convirtió en grandes corredores.

Al correr descalzos, los niños keniatas logran su estilo y fortalecen sus piernas, sus pantorrillas y el arco de sus pies, “lo que constituye en muchos sentidos la base perfecta para las largas distancias”, dice Finn. “Cuando corres descalzo, necesitas pisar más suave en el suelo, y tocando primero con la parte anterior del pie en lugar del talón. Esto es ampliamente considerado como la mejor y la más eficiente forma de correr, pero en Occidente no lo hacemos así, porque crecimos corriendo con zapatillas, lo que nos permite pisar como queramos”.

Claro que cuando se convierten en profesionales, los keniatas comienzan a usar zapatillas, pero mientras más mínimas, mejor.

La dieta es otra de las claves. Los keniatas comen alimentos altos en hidratos de carbono y bajos en grasa, mucho arroz, porotos y ugali: una mezcla de harina de maíz y agua que se revuelve hasta formar una pasta gruesa y se come usualmente con kale (un tipo de repollo). “Eso ofrece mucha energía para correr y está libre de las grasas que en Occidente tanto nos gustan”, explica Finn.

El periodista efectivamente corrió durante seis meses con los keniatas. Se instaló en el pueblo de Iten y entrenó junto a maratonistas que hacen los 42 kilómetros en menos de 2 horas y 20 minutos. Al principio daba pena. Bueno, al final también, pero sólo entre los keniatas, porque cualquier europeo envidiaría la forma física que logró y los tiempos que obtuvo (3 horas y 20 minutos en Nueva York, su segundo maratón). El entrenamiento de los amigos que hizo es muy simple. Corren casi todos los días. Combinan trotes suaves (para ellos) con repeticiones en velocidad y por lo menos una corrida larga a la semana (de 18 kilómetros para arriba, pasando los 30 en la medida en que se acerca la carrera). Usan reloj, pero apenas lo miran. Ni se les ocurre usar un monitor cardíaco.

Para Finn, uno de los factores esenciales de los increíbles resultados atléticos de los keniatas es el hambre de triunfo. “Para la mayoría de los jóvenes del Valle del Rift, correr es su único camino hacia el éxito. En la parte rural del país hay muy pocas opciones para desarrollarse, y ninguna es tan atractiva como el atletismo”. El ejemplo de los corredores es decisivo: “Mientras la mayoría está apenas por arriba del nivel de subsistencia, vive en chozas pequeñas y muy humildes y cultiva lo necesario, los corredores conducen grandes autos, viven en casas enormes y se convierten en personas importantes. El hecho de que tanta genta en el área haya hecho dinero gracias a las carreras estimula a otros a imitarlos”.

Después de meses de entrenamiento y de vivir en carne propia la existencia de un keniata, Finn llegó a Lewa a correr su primer maratón. Su relato es el de todo corredor que se enfrenta por primera vez a los 42 kilómetros: patético... y finalmente heroico. Llegó más de 90 minutos después de los ganadores. Pero el público lo aplaudió, con algo de condescendencia, eso sí: “First mzungu”, le gritaban: “¡Primer extranjero!”.

Finn dice que tuvo sentimientos encontrados en ese momento: “Por supuesto, es un buen logro... pero igual es un poco vergonzoso llegar tanto más atrás que el ganador”. Era la culminación de seis meses de levantar polvo en los caminos de Kenia... un hombre blanco entre los mejores corredores de larga distancia del mundo. Dice que lo trataban con cariño, “pero yo de todas maneras era una rareza: un atleta hombre que corría más lento que la más lenta de las mujeres”. Finn recuerda que le decían: “Algún día lo lograrás”.

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