Dos horas llevaba de espera en el checkpoint, a 50 kilómetros de la ciudad, pero lo que él no sabía era que le aguardaba una trampa. Pierre Piccinin quería entrar a Homs, la llamada “capital de la revolución” de Siria. “Estaba preparando un libro, un análisis global de la primavera árabe. Por esto había viajado a Siria y también a Yemen, Libia, Túnez y Egipto”, dice el politólogo belga de 39 años. Homs era clave para su trabajo investigativo: ahí habían comenzado las primeras protestas contra el presidente Bashar Al-Assad, en abril del año pasado. En ese lugar está el corazón de los rebeldes sirios, que buscan seguir el ejemplo de los egipcios, tunecinos y libios. Cuando Piccinin llegó a esa ciudad, allí ya habían muerto 1.770 personas, de acuerdo al Centro de Documentación de Violaciones de Siria.
Mientras Piccinin -quien se desempeña hoy como profesor en la Escuela Europea de Bruselas y coordinador de seminarios en la Universidad Católica de Lovaina- aguardaba la autorización para seguir su camino hacia Homs, un grupo de hombres armados se le acercó. Le dijeron que podía seguir, pero con la condición de que fuera con ellos y viajara en sus vehículos. El belga aceptó y selló su destino. A las cinco de la tarde del 17 de mayo se subió al auto, esposaron sus manos tras su espalda y lo llevaron a unas oficinas. Le quitaron su celular. Y ya no tuvo cómo comunicarse ni cómo saber dónde estaba exactamente.
Finalmente lo llevaron a Homs, pero al Servicio de Inteligencia del gobierno. Poco a poco se dio cuenta dónde estaba: “Si hay un infierno en la Tierra está en los centros de detención de Homs y Damasco”, recuerda.
A medida que iba entrando, los llantos se escuchaban a lo lejos y se podía imaginar lo que ahí pasaba. En el recinto pudo ver cómo intentaban limpiar la sangre del piso. Todavía esposado, lo llevaron a una sala y lo sentaron en una silla que tenía restos de sangre, vómitos, pedazos de uñas y agujas. Sabía que su viaje podía ser riesgoso, pero esperaba que la amenaza viniera del bando rebelde. “Pensé que el peligro podía venir de parte delEjército Libre de Siria, no de las autoridades. Incluso escribí buenas cosas de ellos, aunque éste no era mi objetivo”, dice a Qué Pasa desde Bélgica.
Antes ya había estado en Siria dos veces. “Mi impresión era la de un país tranquilo y de un gobierno seguro de su capacidad de mantenerse en el poder con el apoyo de la mayoría de los sirios, debido al temor a los movimientos islámicos y a la posibilidad de una guerra civil”, explica. Piccinin era de los que creían que Al Jazeera intoxicaba a la gente y que los rebeldes eran una minoría islamista que sólo quería arrasar con la minoría alauí gobernante. Pero lo que comenzó ese 17 de mayo cambió su forma de pensar. “Admito que antes me equivoqué”, declaró a El País de España, el pasado 3 de junio.
Le pusieron calcetines en la boca y comenzó la golpiza. “Tenía teléfonos de contactos en el Ministerio de Información sirio, pero los oficiales de inteligencia se rehusaron a llamarlos. Fue algo increíble”, rememora Piccinin.
Luego de una hora de espera en esa habitación inmunda, dos oficiales entraron. Le quitaron las esposas y lo comenzaron a interrogar, primero amablemente. Hasta que le mostraron un computador. En una memoria USB que le habían quitado, encontraron fotos suyas en compañía de rebeldes del Ejército Libre de Siria.
“Terroristas”, dijeron.
Golpes, electricidad y esperanza
Durante la semana que alcanzó a estar encerrado en las cárceles, Piccinin se preguntaba por qué los guardias dormían con la radio a todo volumen. Pronto la explicación se hizo evidente: había muchos ruidos que nadie quería escuchar.
Los oficiales le dijeron que no se preocupara, que en unas horas lo liberarían. Ahora debía descansar. Aparecieron dos agentes que no había visto antes y lo llevaron a otra oficina, donde lo esperaba un nuevo oficial. Una vez ahí, en vez de encontrar remanso, le ordenaron que se sacara la polera y sus zapatos. En adelante, todo fue obediencia y miedo. Le ataron sus manos al techo y un cuarto hombre entró a la sala con baldes de agua y pedazos de tela. Le encadenaron sus tobillos y cerraron la puerta. Le pusieron sus calcetines en la boca y comenzó la golpiza.
“Tenía teléfonos de contactos en el Ministerio de Información sirio e incluso el número del secretario del ministro, pero los oficiales de inteligencia se rehusaron a llamarlos. Fue algo increíble”, rememora Piccinin.
Su espalda, sus riñones y su estómago fueron el blanco. Un oficial le hacía preguntas en mal inglés, otro le decía que se quedara callado. Finalmente ya ni los escuchaba. Perdió el sentido del tiempo. Lo desataron y sentaron en una silla, mientras el oficial abría una caja con agujas. Tomaron su dedo índice y pusieron una de éstas bajo la uña, sin empujarla, sólo moviéndola lentamente. Las preguntas comenzaron nuevamente: cuál era su vínculo con los rebeldes, por qué viajaba solo por Siria, si trabajaba para alguna agencia de inteligencia extranjera. Repitió todo lo que había respondido antes y eso dejó a los torturadores tranquilos. Al menos por un rato.
Luego lo volverían a esposar al techo y le aplicarían corriente eléctrica. Lo devolvieron totalmente destrozado a una celda. Pero sabía que el trato había sido distinto con él: otros prisioneros le contarían luego que, al ser occidental, no habían sido tan duros: un periodista de Al-Jazeera terminó con sus manos y rodillas rotas. “El olor, mezcla de sangre, sudor, orina y excrementos era tremendo”, relató a El País luego de su liberación.
Pasó la noche en ese centro de detención. Desde su celda, se escuchaban los gritos. A ratos dejaban su puerta abierta y él no sólo podía escuchar, también ver. “Estaba convencido de que, después del horror que había visto, me matarían para eliminar a un testigo molesto. Después acusarían a los rebeldes de haberme liquidado”, ha dicho Piccinin.
Algo de esperanza llegó con el sol. A las nueve de la mañana lo sacaron de ahí. En una van con vidrios polarizados lo condujeron hacia Damasco. El camino estuvo acompañado por el sonido de himnos que glorificaban a Bashar Al-Assad. En otro edificio de inteligencia, ahora en la capital siria, lo interrogaron de nuevo. No lo tocaron, pero sí lo amedrentaron, torturando a un hombre a su lado.
Finalmente, cuando se dieron cuenta que no era una amenaza, lo llevaron a la cárcel civil de Bab al-Musalla. Sólo al dejar los recintos del Servicio de Inteligencia, Piccinin respiró tranquilo. Al llegar a esa prisión, rápidamente recibió la solidaridad de sus compañeros de celda. Había palestinios, saudíes, argelinos, iraquíes y somalíes, además de sirios. De los guardias no recibía nada, ni jabón, ni ropa limpia. Pero entre los que estaban con él, el trato era diferente. “Estuve con prisioneros políticos y recibí comida y dinero de sus familias”, recuerda.
El problema era que, hasta el momento, nadie sabía en Europa lo que le había pasado ni dónde estaba.
De regreso a casa
Cuando el sol aún no salía en la prisión en Homs y Piccinin esperaba lo peor, el belga hizo una pequeña cruz en el muro de su celda y rezó. Prometió a Dios que, si se escapaba, iba a hablar todo lo que pudiera de lo que había visto. Por eso hoy su actividad se ha centrado en motivar el involucramiento de Occidente en el conflicto.
“Nadie se mueve al respecto, porque a nadie le interesa. Todos hablan, pero en realidad esperan por una estabilización del conflicto, cuando el gobierno de Assad vuelva al control del país”, dice Piccinin. Para él, esto se trata de una hipocresía, donde sólo hay excusas vacías: “Todos simplemente dicen ‘estamos de acuerdo con una intervención, pero no lo podemos hacer por el veto de los rusos’”.
En su último viaje, antes de ser capturado, pudo convivir con los rebeldes sirios y cree que ellos son capaces de establecer un gobierno más democrático, pero sin la ayuda de Occidente, esto no sucederá. “Si el Ejército Libre de Siria no recibe ayuda, en unos meses el gobierno ahogará la rebelión, quizás dejando algunos grupos guerrilleros. Pero la oposición va a ser severamente reprimida por los organismos de inteligencia”, explica el politólogo.
Piccinin no estaría contando esta historia si no fuera por la ayuda de sus compañeros de celda. “Si describo precisamente cómo pasó todo, las autoridades podrían identificar a los prisioneros que me ayudaron”, explica. Sin embargo, puede decir que sobornó a un guardia para que enviara un mensaje al exterior. Así la cancillería belga se enteró y comenzó el proceso para lograr su rescate. El 23 de mayo fue liberado. Llegó a Bruselas, donde lo esperaban un grupo de amigos y la prensa.
Fueron sólo seis días en los centros de detención sirios. Nada, comparado con lo que viven los rebeldes que son capturados. Puede parecer poco, pero en el infierno seis días son más que suficientes.