La economía es para optimistas. Seguro que es lo primero que enseñan en la universidad. Tampoco podría ser de otro modo porque, bien vista, la lógica de toda inversión es ir en contra de la ley de gravedad: si baja, volverá a subir; si sube, subirá aún más. Tal vez por esa necesidad de que las cosas salgan bien, es que por estos días Bruselas es una ciudad tan difícil: repleta de nubes y con un promedio de tres suicidios diarios, no parece el lugar ideal para desatar el optimismo de nadie.
Desde hace ya tres años, cuando la palabra crisis dejó de ser sinónimo de paquetes turísticos que se agotaban antes de tiempo, Bruselas se ha transformado en la protagonista de miles de titulares. Bruselas gestionará la crisis. Bruselas pide recortes. Bruselas llamará a una reunión para fijar otra reunión. La capital belga, a fin de cuentas, se ha convertido en el telón de fondo de una crisis que ha sobrevivido a los años, a un volcán que hizo erupción en Islandia, a varios presidentes que salieron por la puerta trasera y a nuevos cortes de pelo.
La estación de metro por la que se llega al edificio de la Comisión Europea se llama Bruxelles-Schuman en honor a Robert Schuman, un político francés de origen luxemburgués al que se le ocurrió la curiosa idea de crear una Europa unida, pero no tan unida. Es decir, países independientes, con políticas propias, pero con acuerdos. Muchos acuerdos. Montones de acuerdos. La estación Schuman, al menos desde 2008, está a medio andar por una serie de arreglos arquitectónicos que sumarán, según anuncia orgulloso un gran letrero, 74,6 millones de euros. En medio de una selva de tipos con casco y bototos, ruidos de taladro y polvo que se expande por los pasillos, uno no necesita subir por una larga escalera mecánica para caer en cuenta de que si todo sale tan mal como auguraba la penúltima portada del semanario inglés The Economist, probablemente el proyecto europeo sea parte del pasado justo cuando estén reinaugurando la estación Schuman.
Claro que al salir a la Rue Froissart cambia el aire. Es agosto y, al menos al norte de París, las vacaciones de verano parecen tener buena salud. No hay grandes viajes, por supuesto, pero no por eso Angela Merkel, la canciller alemana, iba a dejar de tomarse vacaciones en Sulden, una apartada localidad del Tirol italiano, o François Hollande, el presidente francés, iba a impedir que lo fotografiaran bañándose junto a su mujer en la Costa Azul. Afuera del edificio de la Comisión Europea un guardia juega con su teléfono celular, un par de metros más allá un grupo de jóvenes de traje y corbata fuman tranquilamente y un pintor de brocha gorda, quizá en el primer indicio de decadencia, pinta la entrada del edificio de color lúcuma.
Si hay algo difícil en Europa es cambiar las tradiciones. Por eso esta crisis, aunque amenaza con revivir odios y derribar viejos sueños de unión, no iba a ser la excepción: agosto es sagrado. Es el mes de las vacaciones y de esa felicidad falsa un poco obligada de las fotografías turísticas.
Si hay algo difícil en Europa no es ganar la Eurocopa -aún se recuerda la proeza de Grecia en 2004-, sino cambiar las tradiciones. Por eso esta crisis, aunque amenaza con revivir odios y derribar viejos sueños de unión, no iba a ser la excepción: agosto es sagrado. Es el mes de las vacaciones, del sol y de esa felicidad falsa y un poco obligada de las fotografías turísticas. Por eso, y visto en perspectiva, éste parece un mes bisagra, una gran pausa en medio de una crisis que seguramente tiene una solución, pero que nadie sabe muy bien dónde está o si alguien lo sabe, parece tan fea que resulta mejor hacerse el tonto y mirar al lado.
En parte por eso la capital belga respira tranquila. Bruselas y su mal clima están convenientemente lejos del calor de Madrid y de Roma. Los manifestantes que se han tomado la Plaza Sintagma en Atenas o que han acampado frente a los bancos de Frankfurt aquí no se escuchan tan fuerte, pese a que el Producto Interno Bruto belga hace sólo unos días cayó casi como ningún otro: un 0,6% en el último trimestre. Las historias de cesantía y pobreza aparecen en los medios, es cierto, pero no son personales. Todavía son cosas de otros, allá lejos. Así, mientras las ciudades mediterráneas se asaban durante agosto con temperaturas que coqueteaban metafóricamente con el infierno, Bruselas ofrecía su mejor plato: nubes grises, quince grados y esa indecisión de polola virgen que obliga a salir con polera, parka y con lo que esté a mano. Porque con el clima de Bruselas puede pasar de todo, pero no lo que anuncia el pronóstico del tiempo.
Caminar por el barrio europeo -así llaman informalmente a esas cuadras en las que se amontona la burocracia comunitaria- y pensar en la crisis es como leer la suerte al fondo de una taza de café. Un recién iniciado no verá nada sospechoso, a lo más bares y restaurantes con tipos de todas partes de Europa pidiendo esa típica olla negra con choritos y papas fritas -moules-frites, les dicen-, pero ni una pista que invite a pensar que en la esquina puede estar el descalabro. Esa misma tranquilidad tan propia de los barrios diplomáticos de cualquier parte del mundo, por cierto, rápidamente evoca los momentos de calma en las películas de terror. Es que en las crisis como en las guerras todo es sospechoso. La corona, en todo caso, se la lleva un gran lienzo azul que, con un dejo de involuntaria ironía, por estos días cuelga desde la Comisión Europea y dice “hacia una genuina unión económica y monetaria, Europa 2020”.
Especial Aniversario: Euro en vacaciones
Pasar agosto
Cuando creíamos que Gordon Gekko y sus mil epígonos controlaban todo, que el planeta era un gran letrero de neón en el que subían y bajaban acciones, que en una de ésas “el fin de la historia” de Fukuyama no era del todo ridículo, la vieja política vuelve a estar de moda. Las portadas de los diarios muestran de nuevo los apretones de manos y las sonrisas estudiadas, las promesas y las reuniones en las que se acuerda hacer una reunión más. Porque pese a los años y a la distancia, la crisis subprime de 2008, ésa que en Estados Unidos llevó a la quiebra a los bancos e hizo que familias enteras perdieran sus casas, parece no haber sido más que el punto de partida de una novela donde la política, después de años de matrimonio, ya no está tan cómoda compartiendo cama con el mercado.
Hoy, como resulta más o menos evidente, nadie sabe muy bien qué hacer, cosa que no sería tan grave si no se notara tanto. Ni Hollande ni Monti ni mucho menos Bruselas han podido lidiar con la lógica alemana que se opone a todo lo que no huela a austeridad y sumisión, pese a que Merkel sea incapaz de asegurar cómo volver a esos años dorados, cuando la plata brotaba de un manantial y Europa no tenía las mismas dudas existenciales que un adolescente con espinillas. Dudas, por cierto, que se reflejan en niveles de desempleo juvenil que llegan al 52,1% en España o al 19,5% en Bélgica, mientras que en Austria, la contracara de la crisis, apenas sobrepasan un mesurado 4%.
Todo esto, que en las aulas universitarias se entiende como un problema de políticas fiscales poco integradas, en cualquier calle de la periferia de Bruselas se conoce como miedo a la cesantía. De hecho, la sabiduría tan propia de la ley de Murphy es muy clara: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Entonces, tanto en la Grand-Place como en la muy transitada Rue Neuve los peatones se limitan a constatar cómo lentamente se reducen los presupuestos y los lujos de años anteriores. Y el problema con los lujos es conocido: después de un tiempo ya nadie recuerda que los lujos son lujos. La última gran protesta en Bélgica, por ejemplo, fue durante el último invierno, cuando anunciaron que ya no sería posible en el caso de los hombres jubilar anticipadamente a los 60 sino a los 62 años, pese a que la edad oficial son los 65. Y durante 24 horas no hubo trenes ni buses ni aviones ni metro. Sólo calles vacías y silenciosas como las de este verano donde, a pocos metros del edificio de la Comisión Europea, permanecen cerrados por vacaciones dos de los locales más reconocibles del barrio: un bar irlandés y una librería que vende sólo libros en castellano.
Esa tranquilidad tan propia de los barrios diplomáticos de cualquier parte del mundo, rápidamente evoca los momentos de calma en las películas de terror. Es que en las crisis como en las guerras todo es sospechoso.
Así, en medio de ese oasis de tranquilidad y diplomacia, se cocinan en silencio las negociaciones que en los próximos meses condimentarán la teleserie del euro. La protagonista, sin dudas, será una España que aún juega al póquer y no aclara -ni aclarará- si finalmente pedirá un rescate total. Un poco más atrás Italia, Portugal y Chipre, que ahora mismo preside la comunidad, también tendrán su momento, aunque un buen capítulo será cuando retomen la posibilidad -acá tose Merkel- de crear los polémicos eurobonos.
Pero mientras los diarios ya comienzan a hacer sus apuestas, y a medida que avanza la mañana en el barrio europeo, van apareciendo los turistas que se toman fotos con ese gran edificio con forma de i griega -la RAE ahora insiste en llamarla “ye”, será por la crisis- a sus espaldas. Las fotos no tienen mucha gracia, pero es inevitable pensar que todos los que posan ya sospechan que se están fotografiando frente a una ruina en potencia, que de pronto esa foto valdrá más por la anécdota futura que por otra cosa.
En este ambiente de duda constante, y como un síntoma instalado desde que tambalean las cuentas corrientes, la calle está inquieta como no lo estaba hace mucho tiempo. Hace unos meses el filósofo rockstar esloveno Slavoj iek visitó un repleto Palacio de Bellas Artes, justo en el centro de Bruselas, y llamó a todos quienes dejaron la izquierda a comienzos de los años 90, a volver al regazo maternal y a pensarlo todo nuevamente. Por mientras, en Grecia se ponen de moda las redadas neonazis contra inmigrantes y en Holanda el ultraderechista partido de Geert Wilders, contrario a apoyar económicamente a los países del sur de Europa y enemigo declarado del islam, terminó con la coalición de gobierno y forzó a preparar nuevas elecciones.
Tal como el panorama político vuelve a su estado de alteración habitual a medida que el calendario avanza, Bruselas mantiene una calma digna de tarotista de matinal. Mal que mal a fines del año pasado el país obtuvo el curioso récord de estar 541 días sin un gobierno central y, en algún sentido, esa calma radical parece haber contagiado al barrio europeo, en donde oficialmente apuestan a que la crisis no sea más que un evento pasajero. Por mientras, el gran Parque del Cincuentenario sigue tan verde como siempre, el ramadán se tomó alegremente las noches del verano, en el reactor nuclear de Amberes acaban de encontrar miles de pequeñas fisuras irreparables y, pese a todo, el euro pasó agosto.