Por Edmundo Paz Soldán Agosto 30, 2012

 

Martes por la noche en Tampa. En el escenario de la convención del partido Republicano, los Oak Ridge Boys cantan a cappella “Amazing Grace”, una canción de orígenes cristianos muy popular en los Estados Unidos. Los delegados republicanos en el gran hall del Tampa Convention Center tienen los ojos humedecidos por la emoción; la solemnidad en sus rostros contrasta con sus uniformes llamativos -los colores de la bandera norteamericana, los sombreros decimonónicos- y con las serpentinas y los globos que cuelgan del techo, preparados para el momento en que Mitt Romney haga su entrada. Romney, el candidato republicano a la Presidencia, ya ha sido nominado oficialmente en una votación estado por estado, en una ceremonia de resultados predecibles. La única sorpresa se encuentra en la pantalla dividida de CNN, que muestra a un lado la convención republicana y al otro imágenes del huracán Isaac a punto de llegar a las costas de Luisiana. “Hay más espectadores obsesionados por el clima que por la política”, justifica uno de los periodistas de CNN cuando le preguntan por su escasa cobertura a la convención.

Hace un buen tiempo -unos cuarenta años- que las convenciones políticas en los Estados Unidos se han convertido en largos infomerciales para los partidos políticos. Ya en 1996, un prestigioso periodista, Ted Koppel, decidió que tenía bastante en la segunda noche de la convención republicana en San Diego, y se fue a casa después de proclamar: “Nada sorpresivo ha ocurrido; nada sorpresivo se anticipa”. Pese a eso, como esas viejas tradiciones que se resisten a morir, impermeables al aire de los tiempos, siguen ahí, solícitas, con su euforia patriotera, su desdén por quienes no piensan como ellas (la otra mitad del país), su deseo fanático de “humanizar” a los candidatos y de lograr que ese 7% de indecisos que todavía existen se pase por fin a su bando. Se parecen a esas películas que gustan a la mayoría precisamente porque, más allá de las turbulencias, se tiene la seguridad de que se arribará a buen puerto. Hace mucho que todos saben que los republicanos coronarán a Romney y, la próxima semana en Charlotte, los demócratas harán lo mismo con Obama. La televisión se ha cansado de este juego, y ha decidido acortar sus horas de transmisión: los cuatro días se han convertido en tres, las seis horas se han vuelto cuatro.

Puede que la película sea sosa, pero siempre hay escenas rescatables, generalmente a cargo de los secundarios. No hay que olvidar que el gran salto de Barack Obama al escenario nacional ocurrió precisamente en una convención (2004); veinte minutos de su carisma y de una oratoria que incluía retórica potente y utópica como “no hay una América liberal y otra América conservadora”, sirvieron para que muchos demócratas respiraran aliviados y convencidos de que habían encontrado al sucesor de Kennedy. Este año, los republicanos sueñan con que algo similar les ocurra con Marco Rubio, el senador de Florida, que es su gran esperanza latina.

Un lugar donde solía haber historias

Christopher Hitchens escribió que las convenciones “son administradas de la manera en que lo son hoy debido sobre todo a la manera en que eran administradas antes”. Hubo un tiempo en que los delegados que asistían para nominar a su candidato no estaban obligados a votar por uno en particular, por lo que podían cambiar de parecer las veces que querían; los pesos pesados del partido tenían mucha influencia y no dudaban en usar su maquinaria para conseguir votos. Ésa fue más o menos la historia desde 1831 -año en que se llevó a cabo la primera convención presidencial en los Estados Unidos-, hasta 1972, cuando tanto el Partido Demócrata como el republicano adoptaron las elecciones primarias como forma de escoger delegados y obligarlos a votar en la convención por el candidato al que representaban. Antes de 1972 hubo convenciones sin final claro, entre ellas la demócrata de 1924, en la que se necesitaron más de cien votaciones para elegir al candidato. Otros candidatos importantes que salieron de convenciones “negociadas” fueron Franklin Roosevelt (1932), Thomas Dewey (1948) y Adlai Stevenson (1952). Después de 1972 hubo momentos tensos, con candidatos intentando convencer a delegados que no eran suyos a que votaran por ellos (Reagan en 1976, Ted Kennedy en 1980), pero en todos los casos esos candidatos fueron eliminados a la primera ronda de votación.

Los años 60 fueron los más turbulentos; las revistas no reparaban en mandar escritores de primer nivel a cubrir las convenciones, porque sabían que allí ocurrirían cosas interesantes: entre los acreditados en 1968 estaban Norman Mailer, William Burroughs, Allen Ginsberg y Jean Genet.

Antes de 1972 las convenciones no sólo eran impredecibles en los salones donde votaban los delegados; también lo eran en la calle. Los años sesenta fueron los más turbulentos; las grandes revistas -Harper’s, Esquire- no reparaban en mandar escritores de primer nivel a cubrir las convenciones, porque sabían que allí ocurrirían cosas interesantes: entre los acreditados en 1968 se encontraban Norman Mailer, William Burroughs, Allen Ginsberg y Jean Genet. En los noventa, David Foster Wallace fue enviado a cruceros y ferias estatales a buscar grandes dosis de “Americana”, pero a ningún medio se le ocurrió enviarlo a una convención. Este año no hay ningún Jonathan Lethem o Michael Chabon entre los 15.000 reporteros acreditados.

Las convenciones produjeron en los sesenta algunos de los textos fundamentales del Nuevo Periodismo. Miami y el sitio de Chicago, de Norman Mailer, es literatura y reportaje/crónica política de las mejores. Mailer había asistido a la convención demócrata de 1960 y la republicana de 1964; su experiencia en estas lides lo convirtió en el corresponsal adecuado para Harper’s el 68. Las más de doscientas páginas que produjo muestran con vividez la efervescencia de esa década, años de gran cambio social que se reflejaban en las convenciones. La de los republicanos en Miami narra la “quieta tragedia de los WASP (White AngloSaxon Protestant)”, hombres dispuestos a servir -en las iglesias, en los colegios, en los bancos-, con fe en los Estados Unidos, pero ahora “dudando de que la fuerza de su fe sea capaz de iluminar el camino en estos tiempos de horror”. Nixon, el candidato, sigue siendo falso, pero ahora es “menos falso” que antes. La convención está tan bien organizada que Mailer intuye un posible triunfo para Nixon (“su gente estaba en comando de pequeñas sutilezas que este reportero no había anticipado”). Incluso la suerte parece estar de su lado.

Si la convención republicana fue relativamente tranquila, la demócrata se convirtió en epicentro de una lucha de fuerzas en el partido gobernante. La izquierda más radical, todavía de luto por el asesinato de su candidato (Bobby Kennedy), estaba en contra del casi seguro candidato a la presidencia (Hubert Humphrey), por su conexión con la guerra en Vietnam, y decidió utilizar la convención en Chicago como centro de sus protestas contra la guerra. Mailer asistió en primera fila a la forma brutal con que la policía se enfrentó a las manifestaciones, y registró en su crónica el olor del gas lacrimógeno colándose por las habitaciones del hotel Hilton -donde se alojaba la mayoría de los delegados y periodistas-, el “aliento de esta cruzada increíble en la que el miedo está presente cada vez que respiras”. Entre la multitud de detalles maravillosos que no se le escapan a Mailer, está el de Ginsberg pidiendo a la multitud en Grant Park que cante “Om” para calmar el miedo y la histeria (“era una generación dispuesta a probar todas las ideas, todas las drogas, todos los actos… así que se pusieron a cantar Om”).

“El mundo entero está mirando”, gritaban los manifestantes cuando los policías los golpeaban delante de las cámaras. La debacle que significó Chicago para los demócratas fue una de las razones para la derrota electoral de Humphrey ante Nixon.

Poco después, comenzarían los cambios en las convenciones, tan exitosos que han llevado al aburrimiento actual. En las páginas editoriales del New York Times se ha sugerido que en los próximos años duren un solo día, que sean reemplazadas por un evento en la hora de máxima audiencia. Sin duda alguna que habrá cambios en los próximos años. Después de todo, el mundo entero ya no está mirando.

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