Por Daniel Mansuy Septiembre 13, 2012

 

Laurent Binet es, sin duda, una de las grandes estrellas noveles de la literatura francesa. Hace dos años publicó HHhH, una novela que narra el atentado, en 1942, al sanguinario oficial nazi Reinhard Heydrich. Recientemente publicado en español, el libro fue premiado y elogiado como un gran debut. El autor estuvo en Chile esta semana para participar del ciclo La ciudad y las palabras, del doctorado de Arquitectura de la UC, y habló sobre sus particulares opciones narrativas.

Pero Binet es también un apasionado de la política, y su último trabajo -lanzado recientemente en Francia- no es estrictamente literario: Binet siguió muy de cerca la campaña de François Hollande, con acceso a todo tipo de reuniones, conciliábulos y todo lo que puede ocurrir al interior de un comando presidencial. A partir de allí, escribió una crónica en forma de diario: Rien ne se passe comme prévu (Nada ocurre según lo previsto), donde Binet devela aspectos desconocidos del primer mandatario francés y de su camino hacia el Elíseo. Así, el autor, un declarado izquierdista, es un  testigo privilegiado para intentar conocer al enigmático Hollande.

-En Francia y en el mundo existe bastante curiosidad por la figura del presidente francés, ¿puede hablarse de un “misterio Hollande”?

-Ciertamente hay un misterio, pues todo el mundo se pregunta por él. Mi objetivo no era tanto hacer un retrato como un relato de la campaña, pero me suelen preguntar sobre la persona Hollande. Desde ya, creo que es una victoria para él que todo el mundo se haga la pregunta: hasta hace no mucho, todos pensaban que Hollande no valía gran cosa, y que su gran virtud eran los chistes. Hoy todos piensan que hay un misterio: ¡es un progreso! Hollande es inteligente y astuto, y si bien no es como Mitterrand, al que le decían la Esfinge, su astucia es habernos hecho creer, durante mucho tiempo, justamente que no había misterio.

-Una de sus frases de campaña fue “un presidente normal”, para diferenciarse de Sarkozy. ¿Sigue siendo pertinente buscar la “normalidad” hoy, cuando Europa y el mundo viven una crisis extraordinaria? ¿No corre el riesgo de banalizarse y caer en la inacción?

-En esto hay dos niveles. Está la cuestión de su actividad, que es una pregunta política; y está la pregunta de su “normalidad”. Yo creo que el concepto de “normalidad” no quiere decir nada.  Da igual, y mientras nos preguntamos eso, no hablamos del Banco Central Europeo, ni de Merkel, ni del tratado europeo que rechazaba y que ahora aprueba. La normalidad es signo de su habilidad, pues le permite evitar las preguntas más complicadas.

-Usted admite haber estado tentado de votar por Mélenchon, el candidato de la extrema izquierda, pero finalmente decidió votar por Hollande. ¿Se arrepiente?

-Había razones políticas que explican mi voto. Yo estoy marcado, como muchos de mi generación, por el trauma del 2002  (año en que el candidato socialista no llegó a segunda vuelta por la dispersión de votos de la izquierda en primera vuelta). Yo nunca había votado socialista en primera vuelta, pues estaba bastante más a la izquierda. Pero ya en 2007 voté socialista, aunque Ségolène Royal no me convencía mucho. Al final, la alternativa es entre la derecha y el socialismo. Haga lo que haga Hollande, estoy muy feliz de que Sarkozy haya perdido el poder.

-Hollande acaba de lanzar un plan de austeridad, donde reniega explícitamente algunas de sus promesas. ¿Lo decepciona o se esperaba que esto ocurriera?

-Sí, hay cosas que decepcionan. Por ejemplo, la regla de oro (una reforma propuesta por Sarkozy, que inscribe en la Constitución un máximo de déficit en el gasto público; los socialistas la rechazaron, pero ahora Hollande se ha mostrado favorable), que prohíbe todo margen de acción al gobierno, es la típica  trampa de la derecha en la que caen los socialistas. Eso me decepciona. Al mismo tiempo, como elector de izquierda, estoy acostumbrado a que los socialistas me decepcionen: no hay que esperar mucho. También sé que en Francia el debate es muy caricaturesco. Después de todo, Hollande logró que Merkel aceptara un impuesto sobre las transacciones financieras, y ésa es una victoria de la izquierda, de la que no se habló mucho, pero fue un avance en el buen sentido. Esperaba un poco más, pero todavía espero, todavía queda tiempo. Además, me gusta mucho creer en la profecía de Emmanuel Todd, el intelectual francés que asegura que, de todos modos, Hollande no tendrá opción: la crisis es de tal profundidad, que tendrá que virar a la izquierda para modificar este viejo sistema de derecha y de capitalismo desregulado. Quiero creer que Hollande tendrá esta oportunidad histórica y sabrá aprovecharla.

“Yo pensaba que el terreno era un folclorismo, que saludar gente en el mercado no pasaba de lo anecdótico. Pero estaba equivocado. Por una lado, el terreno crea una dinámica para el candidato y, por otro, es su único vínculo con el mundo real”.

-¿Cree que el presidente tiene alguna idea de lo que la izquierda debe hacer en esta crisis globalizada, más allá de los equilibrios europeos y socialdemócratas?

-Tiene una idea socialdemócrata que es el intervencionismo y la regulación. Tiene dificultades para aplicarla por causa de Merkel, pero tiene al menos esa idea, esa finalidad que no tenía Sarkozy, que era fundamentalmente un ultraliberal, en el sentido europeo. Hollande es socialdemócrata, con sus limitaciones: quiere la reforma, no la revolución. Por lo demás fue elegido con un programa que anunciaba alzas de impuestos. Su programa no es tanto reducir los gastos como aumentar los ingresos. No escondió que había problemas, y quiere establecer una austeridad de izquierda: no es lo mismo subir los impuestos que reducir los gastos. Por mi parte, prefiero pagar más impuestos y que los hospitales sigan funcionando.

-¿Se reconoce usted en la ambivalencia propia de la izquierda, entre el realismo y las ganas de ir más lejos?

-Me siento muy melenchonista. Creo que el pseudorrealismo de derecha, de Sarkozy y Merkel, nos tiene al borde del abismo. En los años 30, el realismo de Roosevelt consistía en grandes obras públicas y en impuestos elevados, y eso nos parece utópico hoy. Pero Roosevelt no era un soñador, era lo que necesitábamos.

-Después de haber pasado una temporada en el corazón de una campaña presidencial, ¿cuál es el elemento que usted rescata de esa experiencia?

-Descubrí la importancia del terreno. Yo pensaba que el terreno era un folclorismo, que saludar gente en el mercado o incluso hacer una concentración no pasaba de lo anecdótico. Pero en rigor estaba equivocado. Por una lado, el terreno crea una dinámica para el candidato y, por otro, es su único vínculo con el mundo real. Un debate por TV no es el mundo real, estás al otro lado del espejo; pero cuando el candidato se enfrenta a la gente, hay algo diferente, hay una dinámica. Aprendí eso, la importancia del terreno y de la realidad. Yo creía que estábamos en una sociedad donde la realidad había dejado de existir, pero en verdad todavía existe.

-Su libro toma el título de la frase de Hollande: “Nada ocurre según lo previsto”. Pero, ¿no puede decirse al mismo tiempo que en Hollande todo es fruto del cálculo y la perseverancia?

-Es cierto, es un tipo muy determinado. Pero nada ocurre según lo previsto, y hay dos casos en la campaña. Primero el caso Strauss-Kahn, que es a propósito del cual Hollande pronuncia la frase. Y luego está el caso Mohamed Merah, el joven musulmán que asesinó a varias personas (ante lo cual los candidatos suspendieron la campaña para evitar una escalada social del caso).

-¿Hollande siempre conservó la cabeza fría?

-Sí. En todo caso, si pierde la calma, no se nota. Lo vi nervioso una sola vez, la noche de la primera vuelta, cuando Mélenchon anunció que lo apoyaría.

-En sus trabajos, usted suele poner su propia subjetividad en primer plano, citando incluso una frase de S. Thompson (“Si quiere objetividad, vaya a revisar los resultados del deporte”). ¿Cómo concibe usted la articulación entre escritura y subjetividad?

-Yo no lo digo para parecer más literario, lo hago más bien por honestidad intelectual. No me gusta afirmar algo si tengo dudas, y los historiadores no siempre siguen esa regla. Tampoco me gusta hablar de un hecho histórico inventando algo sin advertir al lector. Es algo que me viene naturalmente. No sé si eso hace que mis textos sean más o menos literarios, pues la cuestión de la literatura es una pregunta muy complicada, pero me gusta la idea de que esto instaura una forma de diálogo con el lector. El lector puede enojarse conmigo, con este profesor de izquierda, hijo de comunistas; eso saca al lector de su actitud pasiva, lo vuelve activo. Esa idea me gusta mucho.

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