Si le creemos al cliché de que las elecciones son la verdadera fiesta de la democracia, entonces las convenciones que los partidos Demócrata y Republicano celebran un par de meses antes de ellas son su carnaval. Y ese carnaval -celebrado primero por los republicanos en Tampa, Florida y luego por los demócratas en Charlotte, Carolina del Norte- tuvo en sus dos versiones más de un guiño al que es considerado como uno de los bloques políticos más importantes de estos tiempos, los latinos, que en la elección de 2008 sumaron unos 11 millones de votantes.
Se estima que para esta elección más de 23 millones de latinos están habilitados para acudir a las urnas y muchos analistas (quizás con más necesidad de tener que poner ideas sobre la mesa que cabeza fría) han afirmado que se trata de un bloque al que se puede apelar con un par de ideas básicas, que siempre pasan por una visión más o menos burda del sueño americano, apelación al valor de la familia y el trabajo duro, y (en el caso de los demócratas) promesas de reforma migratoria.
Fue así como ambos partidos dieron a sus políticos latinos más prometedores dos de los discursos claves de sus respectivos carnavales: el senador republicano Marco Rubio fue el encargado de presentar a Mitt Romney, y el alcalde de San Antonio, Texas, Julián Castro fue el orador de la apertura en el caso de los demócratas. Lo interesante es que a pesar de los rasgos que ambos comparten -abogados, jóvenes, apuestos, inteligentes, ambiciosos-, Castro y Rubio son más bien ejemplos vivientes de que el mundo latino no es ese bloque electoral monolítico con el que fantasean los columnistas de periódico. De hecho, ambos representan dos tipos de latinos con una diferencia fundamental.
Rubio: el cubano-americano de la Florida
La historia de Marco Rubio no es distinta a la de la mayoría de los hijos de inmigrantes: nació en Estados Unidos en 1971 y sus padres tuvieron que vérselas con todo tipo de trabajos -él barman, ella mucama y dependienta de K-mart- para que él pudiera acceder a una buena educación y mejores oportunidades. Tras el bachillerato ingresó a la Escuela de Derecho, donde también dio sus primeros pasos en política como pasante de una congresista. Hasta ahí la historia no dista mucho de la de otros latinos exitosos, porque hay una diferencia fundamental: la mayor parte de la historia transcurría en Florida, donde históricamente los cubano-americanos han sido la mayoría entre los latinos. Y por razones obvias, la mayoría de esos cubano-americanos son anticastristas y republicanos.
Las diferencias entre Rubio y Castro son las que hay entre los cubano-americanos de la Florida y los chicanos del suroeste: mientras los primeros contaban con el apoyo de un gobierno que los consideraba refugiados políticos, los otros, muchas veces ilegales, no tenían derechos.
Quizás sea por eso que cuando Rubio iniciaba su carrera política como legislador estatal no resistió la tentación de modificar su historia familiar con un detalle cargado de peso político: dijo ser “hijo de exiliados” y que sus padres habían sido forzados a dejar Cuba luego de que el “matón” Fidel Castro tomara el poder. El problema, como demostraron dos periódicos en 2011, fue que sus padres habían salido de la isla en 1956, es decir, casi tres años antes de la revolución. Al ser descubierto, Rubio alegó haber confiado en la “historia oral” de su familia y dijo que no se dedicaba a revisar los pasaportes. Según él, lo importante era que su familia hubiese querido regresar a su isla querida sin tener la oportunidad de hacerlo.
Pero la anécdota va mucho más allá de confirmar las sospechas sobre la conflictiva relación entre los políticos y la verdad: nos muestra a un político plenamente consciente de la necesidad de forjar una identidad que calce simultáneamente con dos mitos, el del cubano perseguido y esforzado, y el del sueño americano.
Fue un poco lo mismo que intentó hacer Rubio durante su discurso en la convención republicana (que, dicho sea de paso, resultó opacado por venir inmediatamente después de la infame intervención de Clint Eastwood y su silla vacía), cuando, para presentar al millonario y privilegiado Mitt Romney, también intentó enmarcar su historia familiar en un sueño americano de manual.
Estados Latinos de América
Sin importar que Romney fuera hijo de un gobernador de Michigan, ministro de Nixon y presidente de la American Motors Corporation, para Rubio todavía podía ser caracterizado como el hijo de alguien “nacido con un destino incierto en otro país, que había venido a Estados Unidos escapando de la revolución y superado la pobreza y la Gran Depresión”.
En otras palabras, Rubio quería hacernos creer que el que Mitt Romney estuviese siendo proclamado candidato presidencial tenía poco que ver con ser hijo de un millonario y haber amasado su propia fortuna de US$250 millones. Que tenía más que ver con el hecho de que su padre hubiese tenido su propia versión del sueño americano. Casi como un cubano que huye hacia la Florida en una balsa.
Castro: el mexicano-americano de Texas
Como Rubio, el alcalde de San Antonio también tuvo oportunidades de las que sus padres nunca gozaron. Si en su discurso el republicano aseguró (esta vez con precisión) que su padre cantinero se había parado “durante años detrás del bar, al fondo del salón” para que esa noche él pudiera estar parado “detrás de este podio, al frente del salón”, en su intervención ante los demócratas Castro afirmó que su madre había peleado por los derechos civiles para que “en vez de tener en la mano un trapero, yo tuviera este micrófono”. Se refería al hecho de que su madre fuera una activista comunitaria perteneciente al partido chicano La Raza Unida, que intentó infructuosamente ser concejala de San Antonio.
El “problema” del voto latino tiene que ver con el sistema electoral: su poderío se concentra en estados que tienen claras mayorías para un partido y, en consecuencia no están en disputa en la elección presidencial, como California, Nueva York e Illinois (de mayoría demócrata) y Texas (republicana).
Y en ese detalle se esconde una de las diferencias estructurales entre Rubio y Castro, entre los cubano-americanos de la Florida y los chicanos del suroeste del país: mientras los primeros establecieron su mayor poder en el país luego de que se iniciara el régimen castrista, y contaron con el apoyo de un gobierno que los consideraba refugiados políticos y les proporcionaba ayuda económica, los mexicanos que cruzaban la frontera para instalarse en lugares como Texas lo hacían muchas veces de manera ilegal, tomaban los trabajos más duros y no tenían derechos. Mientras los primeros se veían beneficiados por el sistema y no tenían mayores problemas con él, los segundos luchaban por cambiarlo y expandir los beneficios del gobierno a los más desposeídos.
El problema latino
Los dos mundos latinos representados a la perfección por Rubio y Castro son sólo una de las muchas razones por las que ni aunque llenaran todas las tandas comerciales de Univisión y Telemundo con avisos en español, Romney u Obama asegurarían la elección. Aunque las lecturas apuradas del censo de 2010 indiquen que los 50,5 millones (16% de la población total) que marcamos el casillero de “origen hispano” y que somos el grupo de más rápido crecimiento en el país, los rasgos biográficos y geográficos suelen ser mucho más determinantes en nuestras preferencias y, más importante aún, en nuestra real influencia política.
Tal como demostró Nate Silver en uno de sus impecables análisis en el New York Times, el “problema” del voto latino tiene que ver con el sistema electoral: su poderío se concentra en estados que tienen claras mayorías para un partido y, en consecuencia no están en disputa en la elección presidencial, como California, Nueva York e Illinois (de mayoría demócrata) y Texas (republicana). Hasta que los latinos no penetren en mayor número de estados indecisos como Iowa y Ohio, el célebre poder latino seguirá creciendo a nivel local más que nacional.
Hasta que eso suceda, los latinos seguiremos siendo invitados al carnaval, con máscaras cada vez más grandes y cuidadas, pero todavía sin decidir qué música baila el resto.