Por Daniel Matamala Octubre 11, 2012

-¿Quién te regaló esta casa, Mari?

Mari, que a sus 3 años es una niña despierta y de mirada vivaz, no demora un segundo en contestar. “Esta casa me la regaló mi presidente Chávez”, recita.

Mari sonríe. Su padre sonríe. Hasta hace tres semanas, ellos vivían en un miserable rancho, como se conoce a las precarias viviendas levantadas en los faldeos de los cerros que rodean Caracas.

Ahora no sólo tienen un departamento nuevo, de 55 metros cuadrados y dos dormitorios. También refrigerador, microondas, lavadora y cocina. Son electrodomésticos chinos que el gobierno les entregó, junto a la vivienda, sin que pagaran un solo bolívar.

Buscar a un antichavista entre las 540 familias de este complejo de departamentos, Libertador 2 de Caracas, es inútil. Robert, otro de los vecinos, lo resume en una frase: “Mi comandante nos dio techo, nos dio abrigo, nos dio dignidad. Con él, somos todo. Sin él, no somos nada”.

Por toda Caracas se ven los edificios recién entregados o aún en construcción, cada uno de ellos con gigantescos carteles con la cara de Chávez colgando de sus frontis. El gobierno ha expropiado terrenos y edificios en barrios céntricos y de clase media para relocalizar allí a las familias beneficiadas. Para el chavismo, un ejemplo de integración social. Para la oposición, burda propaganda.

Sólo en los dos días previos a las elecciones, se entregaron 15 mil casas, muchas de ellas a medio terminar, aunque también con comodidades notables para una vivienda social de costo cero, como ascensores o citófonos. Frente a cada edificio, un camión repartía los electrodomésticos nuevos a mujeres y niños exultantes. Es la “Gran Misión Vivienda Venezuela”, que promete entregar 350 mil departamentos nuevos antes de fin de año, y ya tiene inscritas a 3 millones de personas, ilusionadas con convertirse en propietarios.

Estas “misiones” son el corazón de la popularidad chavista. Inspirado en las campañas del Che en Cuba y de Mao en China, Hugo Chávez ha liderado grandes esfuerzos públicos para mejorar la alfabetización, la salud o la educación preescolar. Esta vez, en la recta final de su campaña electoral más difícil, eligió la vivienda. Y, a juzgar por el apasionado respaldo de los beneficiados, la apuesta rindió frutos.

Según cifras oficiales, durante la era chavista se han invertido 40 mil millones de dólares anuales en gasto social, contra apenas 6 mil millones durante la década previa. Chávez ha recibido una avalancha de petrodólares gracias al boom del precio del crudo, y su inversión ha tenido éxitos indudables: bajar la pobreza a la mitad y mejorar notoriamente la igualdad de ingresos, medida por el índice Gini.

El respaldo que Chávez se ha ganado con sus políticas sociales va mucho más allá del simple apoyo político. Bajo las reminiscencias militares y religiosas del término “misiones”, se ha creado el lazo jerárquico que une a los soldados con su comandante, y la conexión mística entre los conversos y su mesías. Las misiones son el corazón del chavismo, y precisamente la frase “Chávez, corazón de Venezuela” fue el lema de la campaña presidencial.

El respaldo que Chávez se ha ganado con sus políticas sociales va mucho más allá del apoyo político. Bajo las reminiscencias militares y religiosas del término “misiones”, se ha creado el lazo que une a los soldados con su comandante, y la conexión mística entre los conversos y su mesías.

“Todos los días le doy gracias a Dios por mi presidente. Y todos los días le rezo para que le dé larga vida al mando de mi país”, dice Robert.

 

La brecha

“¿Escucha eso? ¿Sabe lo que es? -pregunta el empleado del hotel Gran Meliá de Caracas, con su índice apuntando hacia arriba-. Eso -concluye tajante- se llama marginalidad. Marginalidad mental”, y ahora su índice apunta a su cabeza.

A espaldas del empleado, un enorme hotel de cinco estrellas, en que se hospeda la mayoría de los invitados internacionales a las elecciones. Y junto a él, un edificio de viviendas sociales, con retratos de Chávez colgando de los balcones. Desde una de sus ventanas,  un enorme parlante apunta hacia el hotel, emitiendo, a todo volumen, los pegajosos jingles de la propaganda chavista.

El espectáculo exaspera al empleado, quien, como muchos otros opositores, prefiere omitir su nombre. (“Mejor ahorrarse vainas, amigo”, explica). “Yo he trabajado toda mi vida, y jamás podría comprarme un departamento en este barrio”, se agita el hombre. “Pero ellos -y su índice apunta de nuevo hacia arriba-, ellos lo tienen regalado. Dígame si eso es justo”.

Esa misma noche, apenas conocido el triunfo electoral de Chávez, los habitantes de esa misión coparán la entrada del Meliá, en un carnaval de música, bombas de estruendo y fuegos artificiales. Y luego, como los habitantes de otras muchas misiones y barriadas de Caracas, convergerán en torno al Palacio Miraflores para escuchar las palabras de su líder desde el Balcón del Pueblo.

Mientras ellos celebran, más de 6 millones de venezolanos mastican de nuevo su derrota. Tomás es taxista y votó por Chávez en su primera elección, en 1998, cuando barrió a los partidos tradicionales al frente de un huracán de furia popular por la corrupción y el elitismo de Copei y Acción Democrática. “Estábamos enterrados con la política sucia de los dos partidos, y cuando apareció Chávez, todos pensamos: éste es el hombre, vamos a crear algo nuevo”. En esa época, recuerda Tomás, “yo quería agarrar fusil para defender a Chávez. Ahora, quiero agarrar fusil para tumbarlo”.

Si historias como la de Robert y otros beneficiados con las misiones explican los más de 8 millones de votos con que Chávez ganó las elecciones, el caso de Tomás ilustra por qué la clase media está cada vez más lejos del chavismo. “Yo trabajé 20 años con PDVSA, pero ahora, si no eres militante, no te dan trabajo. Con Chávez están sólo los gorreros”, dice, usando un término despectivo para describir a alguien que sólo recibe regalos y no trabaja.

“A Chávez lo pusimos como administrador de Venezuela, no como dueño de Venezuela. El dinero del petróleo es nuestro, no de él. Y él lo regala a los gorreros, a los cubanos, a los bolivianos”, se queja el taxista.

Reclamos parecidos se escuchan en todas partes en barrios de clase media y acomodada.  “Queremos vivir en un país normal”, dice José Lara, un profesional joven. “Que se pueda salir a la calle, que no te maten por salir de noche”, agrega, revelando uno de los talones de Aquiles de la era chavista: el crimen.

La misión de Hugo Chávez

Hoy, Caracas ostenta el nada honroso título de “la capital más peligrosa del mundo”. Los homicidios se han cuadruplicado en los 14 años de Revolución Bolivariana, y hoy un venezolano es asesinado cada 30 minutos. Ésa es ya la principal causa de muerte entre hombres jóvenes en el país.

“Aquí ya no se puede vivir”, dice Lucía Cárdenas, estudiante universitaria. “Si sales de noche, te matan. Si no eres chavista, no consigues empleo. Si creas tu empresa, te la expropian. Todos mis amigos ya se fueron del país”.

Las cifras respaldan muchos de los reclamos. De las 11.000 empresas privadas que existían antes de 1998, ahora sólo quedan 7.000. Mientras, la burocracia estatal no deja de crecer: la nómina de trabajadores de la petrolera estatal PDVSA se ha triplicado durante la era chavista, mientras la producción de petróleo ha disminuido. En empresas públicas como la misma PDVSA o la televisora oficial, VTV, ser militante del partido oficial, el PSUV, es requisito para hacer carrera, y las poleras y camisas rojas son el atuendo usual de trabajo.

“La polarización está alcanzando un nivel límite. Si esto sigue llegaremos, no creo que a la guerra civil, pero sí a que el país se vuelva ingobernable e incontrolable. Ya estamos muy cerca de eso”, advierte la analista política de oposición María Teresa Romero.

 

El país de lo imposible

“Venezuela es el país donde lo imposible pasa dos veces al día”, dice una venezolana, y su definición es exacta. Lo imposible ocurre en la economía, donde lo oficial y lo real conviven en un caos de esquizofrenia. El dólar está fijado a 4,3 bolívares, pero todos saben que el cambio real  es de 9 ó 10. Los alimentos básicos  tienen precios fijados por decreto, pero todos saben que para conseguir muchos de ellos hay que pagar el precio del mercado informal.

¿Puede haber revolución sin Chávez? Alberto Aranguibel, analista político chavista, cree que sí. “Durante estos nuevos seis años, pasaremos el punto de no retorno, en que ya no importará el nombre del presidente, ni siquiera del partido. La revolución se habrá vuelto irreversible”.

Pero lo imposible pasa, fundamentalmente, con la omnipresencia de Chávez. El culto a su personalidad impacta. Su cara está en todas partes: en gigantografías, en avisos carreteros, en el frontis de los edificios públicos , en la televisión (durante la campaña sumó 47 horas de cadenas nacionales), en los muros de barrios populares.

Lo imposible pasa una mañana cualquiera, cuando Chávez detiene su comitiva en un barrio de Caracas, apunta a un edificio en construcción y brama: “Expropien”. Y luego, de nuevo en la tarde, cuando irrumpe en la TV para anunciar, que, por consejo de su pequeña hija Rosinés, ha decidido cambiar el escudo del país, tal como lo hizo antes con el nombre (República Bolivariana de Venezuela), con la bandera (añadió una octava estrella), y con el huso horario (inventó un “huso bolivariano”, exclusivo para el país, con media hora de diferencia con el anterior).

A ambos lados del abismo político y social que divide a los venezolanos, todo es Chávez. Cuando el presidente, durante su discurso triunfal en el Balcón del Pueblo, mencionó con su voz de trueno a Fidel Castro, sus incondicionales recibieron el nombre del viejo líder con indiferencia. Es el nombre de Chávez, y no el marxismo, el castrismo o la revolución bolivariana, el que despierta el fervor y el encono, la admiración y el odio.

Así, es inevitable que el cáncer que sufre o sufrió el comandante -los detalles nunca se conocieron- se instale con toda su incertidumbre en cualquier pronóstico.

¿Puede haber revolución sin Chávez? Alberto Aranguibel, analista político chavista, cree que sí. “Durante estos nuevos seis años, pasaremos el punto de no retorno, en que ya no importará el nombre del presidente, ni siquiera del partido. La revolución se habrá vuelto irreversible”.

Pero, en su departamento de la Misión Vivienda, Iván Rodríguez no parece tan convencido. Su casa está repleta de afiches, poleras, carteles y hasta muñecos del presidente. Y cuando le preguntamos por un futuro sin Chávez, agita la cabeza. “Mi Dios me lo guardará. Porque primero está Dios -dice, dibujando una línea horizontal en el aire-. Y después -agrega mientras dibuja otra línea, casi a la misma altura-, después está mi comandante Chávez”.

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