Por Daniel Matamala Noviembre 8, 2012

“Yes, we can! Yes, we can!”. La cadencia musical de la frase envuelve a todos. Como un solo hombre, las 18 mil personas reunidas en la fiesta de la victoria del presidente Obama se unen al orador: “Yes, we can!”. Y hay mucho de predicador, hay mucho de iglesia negra del Sur, de Evangelio y de coro, en la envolvente cadencia del momento.

Imposible evitar la piel de gallina, los pelos de punta y el nudo en la garganta. Es el momento más magnético de una noche cargada de emociones en Chicago. Pero no es el reelecto presidente el que lo provoca. El discurso al que la gente reacciona con devoción es un video de la campaña de 2008, emitido por pantallas gigantes para entretener la espera del discurso triunfal.

Y cuando el Obama de carne y hueso, el de 2012, aparece al fin en el estrado, la emoción es grande, pero no es la misma. El presidente habla de la tarea de perfeccionar la Unión, de combatir el individualismo viendo al país como “una gran familia, en que todos caemos juntos o todos mejoramos juntos”. De superar la división entre estados rojos y estados azules. Es un buen discurso. Pero el Obama 2012 palidece ante la épica irrepetible que acaba de recordarnos ese video.

Antes que el presidente termine sus palabras, parte del público busca los pasillos para salir. La noche es fría y el camino de vuelta a casa, largo. Después de todo, la tarea ya está cumplida. Y si bien el hombre sobre el estrado es querido y respetado, no puede competir con la sombra de sí mismo. Con el Obama que fue.

 

Cuatro años después

Cuatro años antes, la fiesta fue en un lugar apto para multitudes. El Grand Park, el mismo que acoge cada año al festival Lollapalooza, se llenó con 250 mil testigos de un momento único: la historia improbable de un joven político negro que se convertía en el hombre más poderoso del mundo.

Cuatro años después, los organizadores fueron más modestos. Previendo la imagen de un parque medio vacío, desecharon el aire libre y lo reemplazaron por un lugar particularmente desangelado: el McCormick Place, un centro de convenciones con toda la poesía que puede tener un galpón adornado a última hora con un par de tribunas mecano, banderas, pantallas gigantes y guirnaldas tricolores. Nada de espontaneidad: 18 mil voluntarios de la campaña serían los únicos invitados.

Con el sitio aún vacío, a las 7.30 p.m locales, llegó la primera gran noticia: los exit polls de las cadenas de televisión daban a Obama una leve pero significativa ventaja de tres puntos en el estado clave, Ohio. Pronto, el rápido recuento de Florida aportó otra novedad: Obama y Romney estaban empatados. El candidato republicano necesitaba ambos estados para entrar en la discusión, y el hecho de que no sacara ventaja en ellos era la mejor prueba de que los análisis más serios estaban en lo cierto: ésta no sería su noche.

A esas alturas, los apostadores del sitio Intrade ya proclamaban a Obama: las probabilidades de un triunfo demócrata saltaban del 68,2% al 93,3% en un par de horas. New Hampshire era el primero de los nueve “estados bisagra” en teñirse de azul, y pronto le seguía Wisconsin, en un golpe especialmente duro para el candidato a vicepresidente republicano, Paul Ryan, oriundo precisamente de ese estado del Norte.

Las últimas puertas que podían abrir a Romney el camino a la Casa Blanca se cerraban con estrépito. En los días finales de la campaña, desesperados por la falta de opciones, los estrategas republicanos habían decidido concentrar recursos en Pennsylvania, con la remota esperanza de abrir al juego sus 20 votos electorales. Pero, en esta noche infausta para Romney, Pennsylvania se teñía también muy temprano de azul. A esas alturas, las porfiadas matemáticas ya eran innegables: Barack Obama ganaría la reelección.

 

Las caras de la victoria

Y mientras las sonrisas se esparcían por Chicago, los voluntarios llegaban a la fiesta. Cherly Rouge, una directora de colegio retirada, de raza negra, era una de ellas. Asegura que en su estado de Wisconsin trabajó 8 horas diarias haciendo llamadas y golpeando puertas por la campaña demócrata.

“Mi madre tiene 96 años y una enfermedad preexistente. Gracias a la reforma del presidente, la compañía de seguros tuvo que aceptarla y está pagando su tratamiento”, cuenta Cherly, destacando el gran legado de la primera presidencia de Obama: el nuevo sistema de salud, conocido como Obamacare, que entrará en plena vigencia en 2014 y que Romney había prometido derogar en su primer día en la Casa Blanca. “Los republicanos son republicanos”, dice Cherly con un mohín de desprecio. “No se preocupan de la clase media, se preocupan del 1%. Mira a Romney, él no sabe nada sobre nosotros. En cambio, yo sé que el presidente está con nosotros”.

Las palabras de Cherly representan fielmente al 21% de los estadounidenses que, en las encuestas a boca de urna, dijeron que el factor clave en su preferencia fue que el candidato “se preocupa de gente como yo”. De ellos, 4 de cada 5 votaron por Obama.

Los rostros en el McCormick Place eran el mejor reflejo de la demografía en juego en la elección: la sala estaba dominada por afroamericanos, mujeres, jóvenes y latinos. El 93% de los negros, el 70% de los hispanos y el 74% de los asiáticos votaron por el presidente, que también ganó amplias mayorías entre las mujeres (55%), los jóvenes (60%), aquellos con ingresos menores a los 50 mil dólares anuales (59%), y los profesionales con estudios de posgrado (56%). Una mezcla demográfica imbatible, considerando que la mayoría de esos grupos crecen año a año.

 

Una nueva esperanza

Ohio fue, como se esperaba, el estado que selló la victoria de Obama, aunque el triunfo del presidente fue clarísimo: se llevó siete de los nueve famosos “estados bisagra”, sin contar Florida, donde mantuvo una leve ventaja. Romney sólo se quedó con Carolina del Norte, y obtuvo 2 millones de votos menos que el presidente.

Pese a lo cómodo de su victoria, la seriedad de su semblante y el tono de su discurso final mostraron que Barack Obama entiende los desafíos pendientes. La elección sólo profundizó la fractura ideológica, social y racial entre el país republicano y el demócrata, entre rojos y azules. “Una nación que se divide cada vez más”, sería el titular del USA Today a la mañana siguiente. Por eso, el suyo no fue el discurso de un candidato triunfador, sino el de un presidente con la mente puesta en el trabajo que hay que hacer después de apagar los focos y barrer el papel picado.

Los republicanos mantienen la mayoría en la Cámara de Representantes, mientras los demócratas controlan el Senado. Obama debe llegar a un acuerdo urgente con la oposición para detener la deriva del país hacia el precipicio de la bancarrota fiscal. El 31 de diciembre expiran los recortes de impuestos de la era Bush, el 2 de enero se gatillarán dolorosos cortes en programas sociales, y el 27 de marzo el gobierno federal deberá cerrar por falta de presupuesto… todo esto, a menos que en lo que queda del año se logre un acuerdo para balancear el presupuesto.

¿Cooperarán esta vez los republicanos? Puede que sí. La borrachera ideológica liderada por el Tea Party les ha costado demasiado caro. Si Obama se convirtió en el primer presidente desde Franklin D. Roosevelt en ser reelecto en medio de una crisis económica y con altas cifras de desempleo, fue en gran medida gracias al extremismo republicano. Tras dominar por décadas la política norteamericana, el partido del elefante ha sido minoría en cinco de las últimas seis elecciones presidenciales (la de 2000 la ganaron con menos votos populares, y sólo en 2004 sumaron más sufragios que los demócratas). Si no quieren convertirse en minoría permanente, tal vez llegó la hora de volver a ser el partido de centroderecha moderada que fueron hasta hace no mucho.

Hay otro factor que debiera gatillar un cambio. El Partido Republicano se quedó atrincherado en la mitad decreciente de la población: hombres blancos de edad madura en el interior del país. Para ganar elecciones en el siglo XXI, necesitan captar votos entre jóvenes, mujeres y minorías raciales, algo que difícilmente lograrán con su duro discurso que niega el cambio climático, y promueve prohibir el aborto y cortar programas sociales.

En ese esfuerzo, hoy los latinos son más indispensables que nunca. Antonio Villaraigosa, el alcalde de Los Ángeles, que es uno de los líderes hispanos más importantes del país, me lo decía la noche del martes en Chicago, con una voz rasposa que acusaba el efecto del festejo. “Obama no hubiera ganado sin los latinos. Estoy seguro de que impulsará una reforma migratoria, pero para bailar se necesitan dos, y los republicanos hasta ahora han bloqueado esa iniciativa”.

La retórica antiinmigrantes de los republicanos, incluida la promesa de Romney de hacerles la vida tan miserable a los indocumentados que ellos terminarían “autodeportándose”, empujó a los latinos a los brazos de Obama, en cifras incluso mayores que las de 2008. Los hispanos son el grupo demográfico de mayor crecimiento, y cualquier estrategia sensata muestra que los republicanos deben acercarse a ellos. Lo decía la mañana de la elección el senador cubano-americano Marco Rubio, estrella emergente del Partido Republicano. “No hemos hecho nuestro trabajo en relación a los latinos. Debemos abrirnos a una reforma migratoria”, reconocía, poniéndose el parche antes de la inminente derrota que se concretaría horas después.

Obama tiene el viento a su favor. El éxito de plebiscitos para legalizar el matrimonio homosexual en Maine y Washington, y el uso libre (y ya no sólo medicinal) de la marihuana en Colorado y Washington muestran el poder de los grupos liberales y de izquierda para empujar su agenda.

Barack Obama ya no gobernará para ganar la reelección, sino para definir su lugar en la historia. La de 2012 fue su última campaña. Por eso, ésta es una oportunidad para reinventarse. Y para quedar en los libros no sólo como un icono pop contemporáneo, sino como un presidente efectivo y exitoso. Una nueva esperanza que comienza a escribirse desde ahora mismo.

Relacionados