Por Thea Fernández Enero 10, 2013

 

Es 1983 y el colombiano Pablo Escobar Gaviria mira la pantalla concentrado. A su lado está Roberto Suárez Gómez, bautizado como el Rey de la Cocaína, y su hijo Roby Suárez. Pocos en ese tiempo tienen acceso a lo que ellos están viendo en exclusiva: el video de la película Scarface aun antes de su estreno en La Paz, en la que Al Pacino interpreta a Tony Montana, un violento traficante que vive en Florida y cuyo proveedor de cocaína es un importante empresario boliviano con vínculos con grupos políticos, militares y económicos, llamado Alejandro Sosa.

De pronto, Suárez Gómez interrumpe la película y dice: “Qué gustarles tergiversar las cosas a estos gringos. ¿Quién les dijo que Montana era cubano y vivía en Miami? Si acá todos sabemos que mi Tony Montana es paisa y está sentado a mi lado”.

Pablo Escobar, quien tiempo después se convertiría en el líder del cartel de Medellín, explotó en una carcajada, al igual que Suárez Gómez, quien rápidamente se dio cuenta que también aparecía retratado en la película: no cabía duda que Alejandro Sosa estaba inspirado en él.

“Parece imposible pensar que alguien pueda ser capaz de monopolizar ese negocio sin derramar una sola gota de sangre, pero ésa fue la realidad”, asegura Levy. “A Roberto le bastó su audacia y carisma para hacerse del control de la producción de cocaína”. 

La anécdota la cuenta Ayda Levy, la viuda de Suárez, 29 años después. Y no le parece nada de graciosa. Al contrario, le trae recuerdos amargos de su vida junto a su marido, de quien se separó a comienzos de los años 80, tras 23 años de matrimonio. Lo hizo tras enterarse que su marido, de ser un acaudalado e influyente empresario del caucho y ganado en Bolivia, se convirtió en el mayor traficante de droga del mundo: llegó a exportar casi dos toneladas de droga diarias de la mano de Escobar.

La viuda acaba de publicar el libro autobiográfico  El Rey de la cocaína. Mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer narcoestado (Debate), en el que narra no sólo  su experiencia junto a Suárez y sus cuatro hijos. También, revela buena parte de la historia de Bolivia de los años 70 y 80; el proceso por dentro de cómo fue el boom de la cocaína y  sus vínculos con la CIA y Cuba y con dos oscuros personajes: el criminal nazi Klaus Altmann -conocido como el carnicero de Lyon- y el italiano Roberto Calvi, alias “El banquero de Dios”.

“He caminado por la delgada línea que divide el bien del mal, motivada por el inmenso amor que sentía por Roberto, con la esperanza de rescatar de las garras del demonio al único hombre que conquistó mi corazón”, escribe Ayda Levy en el epílogo de su libro. A Suárez lo lloró en julio del 2000, cuando éste murió. Pero su vida sin él había comenzado tras su separación, en 1981. “El vacío que él dejó, de forma paulatina lo fui llenando estando cerca de mis hijos y después con mis nietos”, comenta a Qué Pasa a través de un correo electrónico. “Fue duro, muy duro quedar sola a mis 46 años, además de inesperado. Pero, no hay nada en esta vida que el tiempo no cure. Hoy mi vida está llena de hermosos y dolorosos recuerdos, el peor de ellos es la muerte de mi amado hijo Roby”, dice en referencia a Roberto Suárez Levy, su hijo mayor, muerto de un balazo en Santa Cruz en 1990. 

Un secreto insostenible

“Cuando el precio del estaño cayó en los mercados internacionales, Roberto y otros empresarios del oriente boliviano vieron en la coca un recurso estratégico renovable”, relata Levy a Qué Pasa sobre los orígenes de Suárez en el narcotráfico. A diferencia de su socio en ese lucrativo negocio ilegal, Pablo Escobar, Roberto Suárez era ya un empresario muy acaudalado para cuando comenzó a comerciar cocaína, y su esposa ignoraba el nuevo emprendimiento. Hasta que fue imposible no verlo. 

Fue al regresar de un viaje junto a su hija Heidy a Filipinas, a donde la joven llegó como representante boliviana al concurso de belleza Miss Young International en Manila, en 1980, que Levy enfrentó la verdad. “La participación de Roberto en una estructura gubernamental que controlaba el tráfico de cocaína era un secreto a voces”, cuenta. 

“Al final, en enero de 1981, la visita de Klaus Altmann a mi casa buscando a Roberto, disipó todas mis dudas”, agrega, “al alertarme sobre la existencia de una lista elaborada por la DEA, en la que mi marido era el número uno, seguido por mi hijo Roby y otras personas más. Me dijo que el Departamento de Estado norteamericano estaba ejerciendo una fuerte presión contra el gobierno del general García Meza para que cumpliera la orden de arresto internacional emitida por ellos, deteniendo y extraditando a los Estados Unidos a todos los ciudadanos bolivianos que conformaban dicho listado. Ese mismo día le pedí a Roberto que abandonara la casa e inicié los pasos legales para nuestra separación definitiva”.

Fue también en enero de 1981 que Ayda Levy conoció a los socios colombianos de Suárez: Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha, quienes llegaron hasta su casa cuando Suárez celebraba su cumpleaños. Dice la autora que de inmediato desconfió de ellos. “Él me dijo que eran sus socios en un proyecto agropecuario que estaba desarrollando junto al gobierno en la provincia del Ballivián. Ellos todavía no eran conocidos como narcotraficantes. No me dieron confianza, simplemente porque eran diferentes a nosotros”, comenta. 

De delincuentes y asesinos

Es esa diferencia la que Ayda Levy insiste en resaltar: Suárez versus Escobar. Por un lado, un empresario acaudalado que se involucró en el narcotráfico con la complicidad del poder político -de hecho, financió el golpe militar que Luis García Meza comandó en julio de 1980 a cambio de asegurarse el monopolio en la producción y venta de cocaína en el país-, pero que al mismo tiempo rechazaba la violencia -rompió con el régimen de García Meza a los pocos meses de iniciada la represión política. Por otro, un ambicioso narcotraficante levantando su imperio sin importar el costo. “Además de los riesgos a los que se expone un consumidor de cocaína y de las muertes por sobredosis ocasionadas por las drogas, Roberto no fue responsable de ninguna muerte”, sostiene Ayda Levy. “Parece imposible pensar que alguien pueda ser capaz de monopolizar ese negocio sin derramar una sola gota de sangre, pero ésa fue la realidad. Bolivia no es un país violento; la violencia que vivimos viene de la mano de extranjeros, somos un pueblo de gente pacífica. A Roberto le bastó su audacia y carisma para hacerse del control de la producción de cocaína. Elevó los precios en 350%, compartiendo las ganancias con toda la cadena productiva, los productores de pasta bruta lo idolatraban, nunca ganaron tanto dinero”.

Por supuesto, hay una muerte que Ayda Levy sí vincula a la carrera criminal de Suárez -quien terminó sirviendo una breve sentencia de tres años y medio en la comodidad de una cárcel boliviana antes de morir en su país el 2000-: la de su hijo Roby. “Indirectamente, fue una consecuencia de su absurda decisión de involucrarse en el narcotráfico. El asesinato de Roby a manos de un agente de la policía boliviana fue a raíz de unas declaraciones que hizo aquí en Santa Cruz, días antes de su muerte, en contra de quienes gobernaban Bolivia en ese momento y otros gobiernos anteriores, a quienes acusó, junto a la DEA y la CIA, de llevar adelante una guerra falsa contra las drogas y de estar asociados con narcotraficantes bolivianos y colombianos”, acusa.

Levy dice que Suárez fue un hombre preocupado del bienestar de sus compatriotas. En su libro se intercalan reproducciones de artículos de prensa que aportan contexto a las memorias de la autora; uno de ellos es una nota de revista Time que se refiere a Roberto Suárez como “el Robin Hood de Bolivia”. “Él financió la educación de varias comunidades indígenas enteras del oriente boliviano, olvidadas por los gobiernos de turno, y financió también los estudios de centenares de jóvenes en universidades del exterior”, dice.

“Yo no justifico su incursión en el narcotráfico, ni la publicación de mi libro intenta justificar de alguna manera su absurda e innecesaria decisión”, sostiene Ayda Levy sobre su libro de memorias “El Rey de la Coca”.

Esto no quiere decir, aclara, que ella crea que la historia del hombre de quien se separó justamente por rechazar su conversión en narcotraficante, tenga nada que ver con un fin noble, con ser perseguido con medios ilegales. “Yo no justifico su incursión en el narcotráfico, ni la publicación de mi libro intenta justificar de alguna manera su absurda e innecesaria decisión”, sostiene. “Pero tampoco puedo negar algunos hechos que son parte de la historia de Bolivia y de la guerra falsa contra las drogas”.

 

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