Por Juan Pablo Garnham Enero 17, 2013

“Compadre, supe de las bombas. ¿Estás bien?”, escribe Gil mirando la pantalla de su computador, “¿me puedes decir qué pasó?”.

“Algunas bombas por aquí y por allá”, responde Ahmad, “el hermano de un amigo murió”.

Gil, de quince años, vive en Ascalón, al sur de Israel. Ahmad vive en Gaza. Están a sólo veinte minutos de distancia en auto, pero no se pueden ver. La frontera entre la zona palestina y el territorio israelí es difícil de franquear y no les queda otra que chatear por Facebook. Y ahora es peor: es el 14 de noviembre de 2012 y el ejército israelí acaba de comenzar la operación Pilar de Defensa, que busca terminar con los ataques desde Gaza a pueblos israelíes como el de Gil. En una semana, Israel atacaría 1.500 posiciones y en territorio israelí caerían 1.400 rockets. Gil escucha hasta diez alarmas de ataques al día, por lo que continuamente se debe esconder en el refugio que tiene en su casa. El colegio se cancela. En Gaza, mientras tanto, la escuela de Ahmad no se cierra, pero nadie llega a clases. Al final de la operación, cuatro civiles israelíes mueren y más de cien quedan heridos. En Gaza fallecerían 103 civiles palestinos, de acuerdo a estimaciones de la ONU.

“Bueno... ése es tu ejército”, escribe Ahmad ese primer día.

“No quiero pelear sobre quién tiene la culpa, en serio. Ésa es una de las cosas que aprendí en el campamento”, replica Gil, “sólo quiero decir que entiendo por lo que pasas y lo siento”.

“Está bien. No es tu culpa”, dice Ahmad. La amistad tiembla con el sonido de las explosiones, pero no se cae.

En ese ambiente de desierto y guerra, el campamento del que habla Gil parece estar distante, a pesar de que sólo han pasado cinco meses desde que dejaron ese rincón de Maine, Estados Unidos, cerca de la frontera con Canadá. Al lado de un lago, un centenar de adolescentes palestinos e israelíes se reúnen para compartir deportes, juegos y convivencia. A ellos se suman jóvenes de otras zonas en conflicto, como Cachemira. Todo es organizado por Seeds of Peace, una institución que trabaja desde 1993 buscando generar este tipo de espacios de encuentro. “El objetivo es humanizar el conflicto. Esto no se trata de divulgar un punto de vista o dar una solución”, explica Eldad Levy, director del programa israelí de la ONG.

Fueron tres semanas que Gil no puede olvidar. Antes de esto, al igual que el promedio de los israelíes, no tenía amigos palestinos. Normalmente, el mayor contacto que tienen los palestinos con israelíes es en los checkpoints, los puntos de seguridad, donde son revisados. Jóvenes como Gil casi no ven a palestinos en sus pueblos. Pero eso cambió desde la primera mañana en el campamento, cuando despertó y se dio cuenta que en las camas de al lado había otros adolescentes de su edad. Los palestinos habían llegado mientras él dormía y, cuando entreabrió sus ojos, vio a uno de sus compañeros de cabaña. “Él se despertó y simplemente nos presentamos. Fue bien divertido, porque todos estaban durmiendo todavía y nosotros nos sentamos y empezamos a conversar”, recuerda Gil.

La organización, en todo caso, no se conforma con que se hable de cualquier cosa y aseguran un tiempo para hablar de los temas polémicos: las bombas palestinas, el muro levantado por los israelíes, los checkpoints, los intentos de paz. “El corazón del programa es el diálogo. Todos los días, por una hora y media, los jóvenes se sientan a conversar los temas más duros”, dice Eldad Levy, “no son pláticas fáciles para gente adulta. Y tampoco lo son para niños que recién están formando su mundo”.

HABLAR NO ES GRATIS

Lloraba. En su camarote, Manal, de 15 años, pensaba en irse. En uno de esos diálogos francos estimulados por la organización, le habían dicho que era una traidora. Que ardiera en el infierno. Que era “una judía apestosa y una traidora”. A pesar de que ella es musulmana, hija de una palestina y de un beduino, la trataban así por vivir en Be’er Sheva, en Israel, y por tener nacionalidad israelita. “Yo pensaba: ¿de qué soy culpable? No hice nada para merecer esto”, recuerda.

“En cualquier momento genuino, ahí va a haber tensiones”, explica Eldad Levy, “si lo cubrimos con un partido de fútbol, no las habrá, pero nosotros les decimos que tienen que decirse las cosas”. En todo caso, en cada momento de diálogo hay “facilitadores”, personas con entrenamiento de un año y medio, que moderan la conversación y las groserías o ataques no están permitidos. Pero eso no evitó el llanto de Manal.

Ella se siente palestina y celebró cuando ese país fue reconocido por la ONU recientemente, pero eso no lo entendían todos. “Yo estaba devastada, pero hubo una persona que lo cambió todo, mi amiga Salmah, de Egipto”, dice. Ella se acercó a Manal y le dijo: “Yo te entiendo: hablas así porque no quieres herir a tus amigos judíos y tampoco quieres herirnos a nosotros, quieres defender tu lugar en este diálogo”. Salmah fue y explicó esto a los demás palestinos del grupo, quienes entendieron que lo que habían hecho estaba mal. “Ellos me aceptaron tal como soy. Ella hizo el cambio”, comenta Manal.

Después de esto, ella se sintió más segura, más fuerte y más madura. Antes del campamento, de hecho, cada vez que se hablaba del conflicto en el colegio israelí al que va, Manal prefería callar. “Ahora estoy mucho más consciente del conflicto en el que vivo”, comenta, “puedo decir lo que pienso y soy mucho más consciente de mi lado palestino”.

Los momentos tensos, en todo caso, no dejaron de existir. Cuando uno de sus compañeros palestinos contó la historia de cómo su padre perdió su pierna izquierda luego de un ataque israelí, Manal corrió llorando a abrazarlo, pero una joven israelí no pudo aguantar decir “bueno, esto es lo que se tiene que hacer no más”. Los gritos y la discusión explotaron nuevamente. Los facilitadores esperaron dos minutos y dijeron: “ok, es suficiente”.

“Empezaron a repetir cada una de las duras palabras que dijimos y nos preguntaron ‘¿qué quieres decir realmente con esto?’”, recuerda Manal. “Así nos empezamos a entender más y comprendimos que, para que el diálogo fructificara y llegara a algún lado, teníamos que tratar de herirnos lo menos posible”.

No es un proceso sencillo, como explica Eldad Levy, pero da resultados en términos de cambiar la forma de pensar y dialogar: “Conocer el otro lado te complica un poco la vida. Ya no es tan fácil juzgar. Sabes que ahí hay gente que no se merece sufrir”.

LA VUELTA A LA VIDA REAL

La vida diaria de Milena (palestina, 18 años) está marcada por los checkpoints. Vive dentro de las murallas del Jerusalén antiguo, pero su universidad está en Ramala, en Cisjordania. “Cada día es una experiencia, una aventura”, dice con tono de resignación. Nunca sabe qué va a pasar. Si va a demorar media hora o el doble en hacer ese tramo de unos pocos kilómetros. Si el guardia está de buenas o está de malas, si va a haber una, dos o tres casetas abiertas. “A veces te dicen : anda a la puerta uno. Pero luego de cinco minutos, la cierran y tienes que ir a la dos. Y luego la cierran y tienes que ir a la tres. Me ha pasado varias veces. Quizás tienen una razón de hacerlo así”, dice Milena, “pero es duro, muy duro”.

La frase clave ahí es ese “quizás tienen una razón”. Ese beneficio de la duda que, antes de pasar por Seeds of Peace, Milena no les concedía a los israelíes tan fácilmente. “Antes pensaba que los checkpoints existían para humillar a los palestinos, pero después de Seeds of Peace, me di cuenta de lo que significan para ellos, su necesidad de sentirse seguros”, explica esta estudiante de Leyes que participó hace dos años del campamento, “aunque yo esté en desacuerdo con su uso”.

Para ella, la gran lección de estos encuentros está en el poder darse a entender, sin necesariamente cambiar la opinión del otro. Como cuando un joven israelí empezó a hablar de que no entendía cómo una persona podía poner una bomba en un bus o en un restaurante y atacar a civiles. “Es un tema muy sensible, obviamente. Los palestinos sienten que no pueden hacer nada para defender su país, porque no tienen ejército”, dice Milena, que le explicó a su compañero de cabaña: “Su forma de hacerlo es poniendo una bomba, lo que no corresponde, pero así piensan”. La conversación al respecto duró días entre los dos, pero finalmente pudieron entenderse. “Esto no pasó en el primer día. Fue un proceso en el que tienes que escuchar. A veces te molestas, a veces sólo quieres hablar, responder, a veces quieres rendirte”, comenta. Pero el triunfo de darse a entender en un tema tan complicado para un israelí fue uno de los momentos que la dejaron más  contenta en el campamento.

Después de eso, ella ha seguido vinculada a Seeds of Peace. La organización hace reuniones periódicas entre los “ex alumnos” de cada país y también entre los dos países en conflicto. En septiembre, palestinos e israelíes cosecharon aceitunas juntos. “Les pudimos mostrar a los israelíes lo que significa el olivo para un campesino palestino; el que es uno de nuestros símbolos”, dice.

Además, Milena motivó a su mamá a asistir a una versión de diálogos para padres, similares a los que vivió en el campamento. Su papá también participó en la organización, pero mediante un nuevo programa, llamado Seas of Peace, donde padres e hijos de distintos países navegan en un velero.

Pasó tres semanas en el océano Pacífico con su papá y una de sus mejores amigas del campamento, Noa, de Israel. Los padres de ambas se pudieron conocer. Pero el problema es que, llegada  su edad, el vínculo tiende a cortarse. “Los israelíes deben partir a hacer su servicio militar y se hace difícil mantener la comunicación”, explica.

“Muchas veces conversábamos con ella y decíamos ‘qué estamos haciendo, si sabemos que vas a terminar en el ejército”, recuerda Milena. Sin embargo, antes de partir, Noa se preocupó de dejarla tranquila. “Me dijo: me voy al ejército, pero en mi corazón seguiré siendo una Seed of Peace. Quizás ella cambie, pero en el fondo algo siempre va a quedar”.

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