Por Alberto Fuguet* Enero 31, 2013

Primero, claro, está el Canal. Ese milagro tecnológico que unió dos mares. La angosta ruta que cambió todo, que ayudó a que el mundo fuera más plano, más chico. Esa obra que costó tanto dinero como sudor y sangre y muertes por malaria. Con los años, y luego que la Zona del Canal, ese territorio americano incrustado que dividía al país en dos, volviera a los panameños, apareció (o quizás reapareció) el renovado aeropuerto de vidrios azulados y kilómetros de duty free llamado Tocumen (PTY),  junto al estallido de la aerolínea alternativa/más barata, Copa. Panamá, de nuevo, se vio a sí misma y se reinventó como un lugar de tránsito. El sitio ideal para conectar. Para llegar de un lugar a otro. El centro de las Américas era ahora, también, el centro para poder aterrizar en otro sitio del Caribe, Centroamérica o ciudades claves pero algo inaccesibles como Medellín, San Juan o Maracaibo.

Conozco no poca gente que ha estado en Panamá pero no ha estado en Panamá. “Estuve en el aeropuerto”, dicen. A veces agregan: “Demasiado tiempo”. Vale la pena bajarse en Panamá, cruzar Policía Internacional y, si el tráfico no es demasiado demencial, ir a la ciudad. Quedarse unos días. Panamá es nuestro Hong Kong, un Dubái más húmedo y templado, y claramente más verde. Es cierto que la ciudad misma no es un paraíso tropical (playas no tiene; posee un canal  y una fila de barcos que se alinean en el Pacífico, lo que da la impresión de que la invasión ocurrirá pronto) aunque, vía avionetas, el Caribe rústico y mochilero-fashion se ubica de una manera más unplugged en Bocas del Toro. Pero la acción está en Ciudad de Panamá, un pueblo dividido y a mal traer, lleno de puntos negros y cicatrices como la piel del dictador Noriega, que de pronto se ha transformado en una casi-megametrópolis. Su skyline, desde el aire o desde el “nuevo” y renovado y cautivador Casco Viejo, es sencilla y casi aterradoramente impactante y casi deja a Manhattan como un pueblito de provincia.

Los rascacielos de Panamá no tienen límites en altura, locura, osadía y mal gusto. Los que desean ver el futuro antes, pueden pasar por ahí. El pueblo ha crecido demasiado y se nota que hay dinero y están invirtiéndolo. El Canal pronto podrá dejar pasar el doble de barcos y la ciudad, que está al tanto, ya se ha duplicado. Y lo tiene todo. Inmigrantes de todas partes, malls supersónicos, licores baratos, casinos kitsch, jardines nuevos, restaurantes de primera  (Acurio y su La Mar ya está, escondido detrás de un gimnasio) y hoteles, muchos hoteles.

El más impactante tanto por su arquitectura (¿un velero en medio de una tormenta?, ¿un faro después de un tsunami?) es el Trump Ocean Club (denominado “el Donal  Trump” por los taxistas”), un cinco estrellas donde cada estrella brilla y a veces peca de excesos: una tina al medio de la habitación, esculturas de Botero, un lobby muy lejos del suelo, setenta pisos que se ven desde casi todo el continente. El Trump es lo más fino en esta región y, curiosamente, tal como el país, tiene algo de ganga. Es de esos sitio de los que no dan ganas de salir porque todo está ahí, la vista es perfecta y, si bien está cerca de todo (cerca es una palabra relativa en Panamá), tiene la fortuna de estar en la punta de una punta llamada Pacífica, por lo que uno se siente más navegando y en tránsito que anclado. Si bien coquetea con la moral Las Vegas, aún no lo es, y posee un silencio que permite concentrarse y no sentir que todo esto es algo supuestamente divertido que no deseo volver a hacer. La mejor piscina de la ciudad está ahí y no hacer nada, pero hacerlo bien es algo que uno se demora, pero al final logra dominar. Viento tibio, relámpagos siempre en el horizonte y ceviche de pulpo con bloody marys, mientras se lee o se escribe o se duerme, es uno de los atractivos para este hotel lleno de banqueros y algunos aventureros que leen Panama Fever y están obsesionados con el alucinante barrio americano tropical de los 40 llamado Balboa, donde están los cuarteles generales del Canal. 

Ir a comprar a Panamá no tiene nada de culposo; visitar el Canal es, en rigor, una peregrinación; circular por el Casco Viejo y ojalá perderse no está nada de mal. No se trata de ir por un mes; quizás incluso puede ser por una noche. Entre avión y avión. O bajarse del barco mientras cruza. Creer que Panamá es sólo un sitio de conexión es un error; capaz que incluso puede ser un sitio donde se puede conectar en el verdadero sentido de la palabra.

 

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