El país se ha convertido en un tablero de ajedrez donde muchas piezas tienen agenda propia. Además, muchas de las piezas son importadas: desde el Líbano han migrado quince mil combatientes de Hezbollah afines a los intereses de Irán, país que brinda armas y soldados en apoyo al régimen. Son todos chiitas.
La orfandad es el síntoma común para las víctimas. Una sensación de abandono y postergación por parte de la comunidad internacional, demasiado ocupada en cálculos geoestratégicos. En lo personal, no he visto una guerra con mayor nivel de ensañamiento sobre la población civil.
Llevamos papel y lápices de colores al campamento de refugiados. Allí estaban los niños, en la mezquita. No quisimos condicionar su respuesta, por eso la invitación fue a que dibujaran su país. Lo que quisieran. Tema libre, les dijimos. Y, en silencio, comenzó el horror. Cada trazo en el papel era una mutilación, un reguero de cuerpos, casas incendiadas, gente amputada, personas corriendo, helicópteros o tanques disparando. No hubo dibujo que no aludiera a la guerra.
El ejercicio fue un mudo exorcismo que dio cuenta de las estadísticas en Siria: más de cien mil muertos, cinco mil por mes, y seis mil refugiados por día en una guerra que se prolonga ya por más de dos años. Es la peor crisis humanitaria del siglo XXI y las Naciones Unidas, en su desesperación, han hecho el mayor llamado de su historia en busca de dólares para aliviar a las víctimas.
Estamos en el Campamento Kilis, construido por los propios refugiados en el parque Hannan Özüberk, en territorio turco. Estamos realizando un reportaje para Informe Especial, y Zaquilla Yahya, de diez años, sostiene su propio Guernica frente a nuestras cámaras. Muda. Demasiado traumatizada para relatar lo vivido. Lo suyo fue un vómito en colores de los fantasmas que la acosan. Más de la mitad de la población en Siria son desplazados. Y de esa marea humana que escapa y se arrima a las fronteras de países vecinos para escabullirse de las balas, el 50% son niños. ¿Qué futuro le depara al país? Diezmada la infraestructura, fracturada la cabeza y el alma resquebrajada.
Todo comenzó en la localidad de Dara, en marzo del 2011. Quince adolescentes detonarían la guerra que hoy conocemos al rayar consignas políticas contra el régimen. Fueron detenidos y torturados. Su prolongada desaparición gatilló la manifestación de familiares y amigos. Ellos también fueron reprimidos. A más balas, más personas saliendo a la calle, más protesta. El efecto dominó del repudio de muchos hacia una clase gobernante no se hizo esperar. Siria viviría los últimos estertores de la Primavera Árabe que terminó con los caudillismos en Túnez, después Libia, aún en Egipto, y finalmente disputa hasta hoy el feudo de Bashar al-Assad.
Un país del tamaño de Uruguay y con poco más de 22 millones de habitantes es gobernado por un oftalmólogo que hereda el puesto de su padre. Bashar al-Assad gana el referéndum con cifras demasiado buenas para legitimarse: un 99,7% de aprobación. Y mientras él lleva las riendas políticas, la fuerza militar queda a cargo de su hermano menor, Maher. Y claro, luego está el primo Rami Maklhouf, el financista, que según la prensa francesa es dueño del 60% de la economía siria.
EL AJEDREZ Y LAS PIEZAS IMPORTADAS
“Mi país no es sectario. Todos nos llevamos bien con todos, históricamente”, me dice Taisir. “Es el régimen el que quiere perfilarse como garante de las minorías para perpetuarse en el poder y para ello procura dividirnos”. Radicado en Chile hace 14 años, Taisir nos acompaña a la guerra como guía. Es un trovador conocido en su pueblo y ha conseguido fondos para la ayuda humanitaria. El conflicto, según cuenta, se ha desperfilado. Ya no es sólo una reclamación por mayores libertades; ahora se ha convertido en un frente abierto entre musulmanes chiitas que apoyan a Bashar, y una mayoría sunita que lo quiere fuera.
El país se ha convertido en un tablero de ajedrez donde muchos peones, alfiles y torres tienen agenda propia. Además, muchas de las piezas son importadas: desde el Líbano han migrado quince mil combatientes de Hezbollah afines a los intereses de Irán, país que brinda armas y soldados en apoyo al régimen. Son todos chiitas. Y cuentan con la venia de Rusia, que sigue vendiendo tanques, misiles y aviones a Siria mientras objeta cualquier atisbo de intervención militar estadounidense junto a China, trabando toda resolución en el Consejo de Seguridad.
Por la contraparte, está el Ejército Libre de los rebeldes. Son en su mayoría soldados y oficiales que han desertado, una fuerza de cuarenta mil hombres en total. Y a ellos se suma la otra importación no tradicional de formidables combatientes provenientes de Iraq, Chechenia, Pakistán, Afganistán y otros países musulmanes, en esa franquicia del terror que legó Osama bin Laden: Al Qaeda. La organización pelea en suelo sirio con el gentil auspicio de Arabia Saudita y Qatar, enemigos históricos de Irán, y pretende una república islámica. Para nosotros, en viaje a Siria, Al Qaeda fue un dolor de cabeza. Ya controlan los accesos al país en la zona rebelde.
“El problema no es que te peguen plomo”, me explica un amigo corresponsal de guerra. “El tema es el secuestro”. Más de 15 periodistas extranjeros han desaparecido en el último tiempo. Se sabe que la cifra es mucho mayor, pero muchos medios prefieren mantener la reserva para no entrabar posibles negociaciones. La advertencia es clara: “Quien entra, no sale”. Y la guerra se ha transformado en un avispero con demasiados nidos distintos. Si te agarran, no sabes en manos de quién terminas. En los primeros 20 minutos de viaje por Siria debimos parar ante cuatro checkpoints o controles militares distintos. Por fortuna, los hombres de Al Qaeda no pesquisaron nuestro vehículo. Pero el riesgo es demasiado alto. Por eso la paradoja de no habernos encontrado con colegas en terreno, pese a estar frente a la noticia internacional del momento. Una injusticia para los civiles porque calla los abusos cometidos por ambos lados.
Pierde o pierde es también la conclusión que hasta ahora saca Estados Unidos de esta guerra civil. No puede condonar a un régimen que pertenece a su lista de países en el eje del mal. Pero ¿qué tanto puede hacer por derrocarlo armando a los rebeldes? Sería una ironía que después de doce años combatiendo a Al Qaeda, ahora los asista por tener un objetivo común. ¿Qué es preferible para Israel, Bashar al-Assad o una Siria fragmentada con extremistas pululando en su interior? Por eso, a mitad de semana se decía que la respuesta a la masacre de civiles con agentes químicos probablemente sería un ataque selectivo y acotado en el tiempo. Un aleccionamiento, planteando que el decoro internacional no se puede perder, aún en la bajeza que supone toda guerra. Porque hay convenciones que deben respetarse en toda circunstancia.
La orfandad es el síntoma común para víctimas adultas y niños. Una sensación de abandono y postergación por parte de la comunidad internacional, demasiado ocupada en cálculos geoestratégicos. En lo personal, no he visto una guerra con mayor nivel de ensañamiento sobre la población civil. “¿A quién le importamos?”, me preguntaban en los campamentos. Yo preferí callar. La respuesta es dolorosa: a nadie.
O quizá habría que matizar: a casi nadie.