A comienzos de mes, una columna firmada por David Byrne agitó las aguas de Facebook. Le habían pedido al ex líder de Talking Heads analizar el presente y futuro de Nueva York, la ciudad donde vive desde mediados de los 70. El músico se instaló en Manhattan tras abandonar sus estudios universitarios, atraído por una ciudad que, a pesar de estar al borde de la bancarrota, “era el centro de un fermento cultural … el lugar donde pasaban las cosas”.
Pero ese mundo que Byrne encontró a su llegada, donde era posible para un artista dedicarse más a su oficio que a trabajos varios que le permitieran pagar el arriendo, esa Nueva York que permitió el estallido artístico del punk y el new wave del que el músico fue parte, ha desaparecido. Nueva York ha sido capturada por el mundo financiero, sostiene Byrne; por una cultura “de la arrogancia y la prepotencia, donde el ganador se lo lleva todo”. Según Byrne, los talentos creativos de la ciudad han sido ahogados por un modelo económico diseñado a imagen y semejanza de ese “1% más rico” contra el que se rebelaron los indignados de Wall Street. Byrne terminaba diciendo que Nueva York estaba en riesgo de convertirse en una urbe como Hong Kong o Abu Dabi, lugares que “pueden tener museos, pero no tienen cultura”.
Pero lo más interesante de la columna -que en verdad no apuntaba mucho que no pudiera haber dicho cualquier artista neoyorquino con un par de cervezas encima- era que, a pesar de haber sido escrita en un contexto artístico, contenía una mención a la elección de alcalde del 5 de noviembre. La visión de Nueva York arrojada por Byrne -quien alguna vez escribió una canción titulada “Ciudad de sueños”- es casi la misma sobre la que el candidato demócrata Bill De Blasio ha estructurado su campaña. De hecho, con un par de palabras de más podría funcionar como una carta de respaldo a su candidatura.
Pero De Blasio no está precisamente necesitado de respaldos a estas alturas. A dos semanas de las elecciones, las encuestas lo ponen más de 40 puntos por encima del republicano Joe Lhota. De ganar efectivamente la elección, sería el primer demócrata en dirigir la ciudad en dos décadas, y se convertiría automáticamente en una de las mayores figuras del partido a nivel nacional.
LA CAMPAÑA DE LAS DOS CIUDADES
No se suponía que fuera así. Al menos no hasta hace un par de meses. En buena medida, De Blasio apareció de la nada. Era defensor del pueblo desde 2010 (un cargo al que los neoyorquinos le prestan poca atención), y antes de ello concejal, funcionario del gobierno de Bill Clinton y gerente de la campaña senatorial de Hillary Clinton, pero la verdad es que nadie lo conocía mucho. Se suponía que la encargada de iniciar una nueva era para Nueva York tras los largos 12 años de Michael Bloomberg en la alcaldía era la vocera del concejo municipal, Christine Quinn.
Pero Quinn -quien también habría sido la primera edil abiertamente gay de la ciudad- nunca logró encender las pasiones de los neoyorquinos. Y tras liderar las encuestas por más de dos años, a menos de dos meses de las primarias comenzó a verse superada por De Blasio. Ello se debía en buena medida a que éste había conectado con los electores gracias al discurso de que quería terminar con las “dos ciudades” en que se había convertido Nueva York - la de los ricos y la del resto. Ese mensaje simple y algo populista, que sintetizó para Twitter (#TaleofTwoCities), logró conectar con el sentimiento de los neoyorquinos, que no en vano viven en la que, según un estudio reciente, es la ciudad estadounidense con mayor desigualdad económica, con más del 21% de sus habitantes bajo la línea de la pobreza.
De Blasio terminó ganando la primaria con más del 40%.
LA GRAN DUDA
“De Blasio ha realizado una campaña electoral magnífica”, dice Juan Manuel Benítez, del canal de cable NY1 Noticias, uno de los periodistas más informados de la realidad política de Nueva York. “Apostó por la idea del cambio, cuando los sondeos, en un principio, mostraban un electorado dispuesto a aceptar la continuidad tras 12 años de gobierno Bloomberg”.
Esos cambios incluyen elevar los impuestos para los neoyorquinos que ganan más de medio millón de dólares al año para financiar el prekínder universal y programas extracurriculares gratuitos, además de un agresivo plan para garantizar el acceso a la vivienda y medidas para proteger a los inmigrantes indocumentados. Pero a pesar de que esas promesas lo han puesto a las puertas de Gracie Mansion, no está del todo claro que tenga el poder para implementarlas. El impuesto con que quiere financiar sus programas escolares, por ejemplo, requiere de aprobación del senado estatal de Nueva York, que tiene una agenda de intereses muy distinta a la ciudad.
Queda mucho para ver si De Blasio es, efectivamente, la nueva estrella de un liberalismo progresista que muchos quieren ver. Puede que su breve paso como activista prosandinista en Nicaragua le dé credenciales de izquierdista, y que el haber formado un matrimonio birracial (su hijo protagonizó el que hasta ahora es el comercial más memorable de la campaña, criticando el supuesto sesgo racial de las políticas policiales de Bloomberg) le dé aun más brillo a su aura de santo liberal. Pero muchos manifiestan escepticismo sobre la capacidad de Bill de Blasio de revolucionar Nueva York. Por una parte, el New York Times publicó un artículo donde se sugería que en la campaña senatorial de Hillary Clinton había sido incapaz de enfrentar y resolver conflictos; por otra, muchos no ven en su campaña otra cosa que la gramática de la política electoral.
“De Blasio apostó por un mensaje progresista para ganar esta campaña, sabiendo que calaría mejor que cualquier otra narrativa”, dice Benítez. “Pero a fin de cuentas, su historial político demuestra que es un demócrata pragmático. Se define como socialdemócrata y en el pasado ha sido muy activo en causas progresistas y de izquierdas, pero no se le escapa la importancia del sector empresarial y financiero de Nueva York”.
En otras palabras, De Blasio tendrá que ser capaz de gobernar las dos ciudades de las que tanto habló durante su campaña.