Cuando Bergoglio fue elegido Papa e invitó a Cristina Kirchner a comer, en el Vaticano, Ella lloró desconsoladamente durante una hora. (…) Sus lágrimas fueron la expresión de su profundo conflicto moral y emocional. El Papa Francisco fue la más gigantesca derrota del kirchnerismo en el poder.
-Temo que todo termine con sangre -decía, con gran preocupación, el cardenal Jorge Bergoglio, respecto del final de la “era K”.
No los concebía entregando tranquilamente el poder.
-Esto se tiñe de púrpura -susurraba entre sus cercanos-. Esto va de mal en peor.
Sus miedos se acrecentaron durante la crisis del campo.
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Un notorio periodista, jefe de redacción de uno de los diarios de referencia del país, lo recordaba así, apocalíptico y alarmado.
El recelo se hizo carne en el cardenal cuando Horacio Verbitsky comenzó a criticarlo abiertamente a partir de 2006, por haber sido, según la visión del periodista, una especie de colaboracionista de la dictadura, que no quiso defender a los sacerdotes comprometidos con los movimientos “revolucionarios” de los años setenta, por no saber ni pretender evitar que hubiera desaparecidos en las filas de los jesuitas en aquellos años de plomo.
Bergoglio, que en silencio defendió, protegió y ayudó a escapar a sacerdotes perseguidos, comprendió que las críticas de Verbitsky habían sido urdidas por Néstor Kirchner. Fue Él quien ordenó lapidar a Bergoglio manipulando la historia.
No eran las críticas las que irritaban al cardenal, sino la percepción de que Kirchner no tenía escrúpulos. La inescrupulosidad y la inmensa voluntad de poder son un cóctel peligrosamente propicio para la violencia. Así lo creía Bergoglio.
Había elementos que se articulaban para fundar la sombría perspectiva del entonces cardenal:
• La promoción del fanatismo.
• La conformación de grupos orgánicos como Túpac Amaru, con armas y una filosofía que justifica la violencia como procedimiento político.
• La inmensa voluntad de poder de Néstor y de Cristina y la inescrupulosidad para mentir en función de la preservación del poder.
• Los proyectos de eternización de los K en el poder.
Pero todo cambió de manera inusitada.
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Cuando Bergoglio fue elegido Papa e invitó a Cristina Kirchner a comer, en el Vaticano, ella lloró desconsoladamente durante una hora. Francisco observaba, compasivo.
La Dueña lloró compulsivamente frente al Papa. Sus lágrimas fueron la expresión de su profundo conflicto moral y emocional. El Papa Francisco fue la más gigantesca derrota del kirchnerismo en el poder.
Néstor consideraba a Jorge Bergoglio como el jefe de la oposición. Y ordenó lapidarlo periodísticamente. Tras el distanciamiento decidido por Kirchner, comenzó la tarea de demolición propagandística.
La relación de Bergoglio con los Kirchner no se fracturó por las diferencias manifiestas en torno a la visión del matrimonio gay o el aborto. Sino por otra cosa: el cardenal percibió con nitidez la descalificación y la estigmatización de todo aquel que no profesara la fe kirchnerista.
La sangre, sin embargo, no llegó al río.
Cristina, a la vez, es católica. Hay un cura en El Calafate que es su confesor. Y que siempre estuvo cerca de Ella. Es quien la asistió espiritualmente cuando murió Néstor. Se llama “Lito” Álvarez, el párroco de su lugar en el mundo.
Ella demostró muchas veces, y claramente, su religiosidad. Más en privado que en público. Pero nunca se sintió cómoda guerreando políticamente con la Iglesia.
Curiosamente, fue Horacio Verbitsky, el periodista más crítico de Bergoglio, el que escribió la crónica de la consolación espiritual que recibió Cristina de parte de tres sacerdotes, entre ellos Lito Álvarez, por supuesto, tras la muerte de Néstor.
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Como fuera, el nombramiento de Bergoglio como Papa fue un golpe fuertísimo para Cristina. Es que puso en evidencia su distancia asombrosa respecto de las fuerzas reales de la historia. Pareciera que vive en otro lugar. Singularmente, ese fue el nombre de su programa, Desde otro lugar, donde periodistas probadamente afines a su gestión la entrevistaban.
El Papa argentino la sorprendió por entero.
Ya pontífice, Francisco la invitó a almorzar al Vaticano. Es un hecho totalmente infrecuente. Un Papa no invita, por lo general, a almorzar a un jefe de Estado. Pero Francisco sí lo hizo y la sacó de su lógica. Y Ella no pudo hacer nada, sino acercarse. Y llorar.
Las vísperas de la elección del Papa la pescaron alejada de toda percepción previa de lo que pudiera haber ocurrido. Nunca anticipó, bajo ningún escenario, el ascenso de Bergoglio al trono de Roma. Sus asesores no tuvieron en cuenta el hecho relevante de que el encumbrado jesuita hubiera obtenido 40 votos en el Colegio Cardenalicio que terminó ungiendo a Ratzinger. Aquello lo ubicaba como un candidato de peso para el próximo cónclave.
Nadie imaginó lo que al final ocurrió, hasta que Bergoglio salió al balcón del Vaticano convertido en Francisco y anunció que llegaba desde el fin del mundo.
En rigor, la primera alerta llegó al gobierno a través de una de las autoridades de la Nunciatura Apostólica.
La Casa Rosada se enteró por medio de clérigos locuaces de la Nunciatura que Bergoglio había sido el protagonista de los primeros cónclaves que se realizaron en el Vaticano para elegir al nuevo Sumo Pontífice. Faltaban pocas horas para que efectivamente lo eligieran. Pero aun así y pese a los indicios, en el gobierno no concebían a Bergoglio Papa. Nadie le contó a Cristina lo que estaba ocurriendo en Roma.
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Bergoglio había partido hacia el cónclave con un pasaje de ida y vuelta. Retornaría a Buenos Aires, según su ticket, el 22 de marzo de 2013.
Pero antes sería pontífice.
Escribió Gabriel García Márquez en Los funerales de la Mamá Grande: «Los bronces cuarteados de Macondo se entreveraron con los profundos dobles de la Basílica del Vaticano».
Así ocurrió. Bergoglio, de Macondo, de las villas argentinas, de las llamas fatuas de las miserables internas locales, partió de Macondo a Roma y fue ungido Papa.
Fue, primero, una pesadilla para el chiquitaje K.
La presidenta se enteró por televisión de que el dirigente eclesiástico con el que más había confrontado en los últimos años sería el nuevo líder de los 1.200 millones de fieles católicos que hay en el mundo. Estaba en la Quinta de Olivos. Cundió la sorpresa entre los K y luego, la resignación y el inevitable pragmatismo.
La mandataria llamó al fin a la Cancillería para confirmar que viajaría a la misa de inauguración del pontificado de Francisco.
Otros presidentes de la región, como el venezolano Nicolás Maduro o el ecuatoriano Rafael Correa, reaccionaron ante la noticia con más efusividad que Cristina.
Un importante sector de la dirigencia K mostró, sin ocultarlo, un malestar automático ante la elección de Bergoglio. Algunos voceros influyentes del gobierno, como el ex piquetero Luis D’Elía, ayudaron a difundir por la web una foto falsa que supuestamente mostraba al nuevo Papa junto al dictador Jorge Videla.
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La posición de la Casa Rosada respecto a Francisco se acotó pronto y en público a la formalidad.
El embajador ante el Vaticano, Juan Pablo Cafiero, marcó ese camino: “Es muy sustantivo lo que está sucediendo. Un desafío diplomático para esta embajada”.
Y agregó: “Necesitamos ser muy prudentes e ir ayudando en toda esta situación sin involucrarnos en cuestiones de la Iglesia”.
La última vez que el ahora Papa Francisco se había entrevistado con la presidenta había sido en marzo de 2010 en la Argentina. Bergoglio estaba terminando su mandato al frente de la Conferencia Episcopal.
Ella le dijo una frase que fue noticia: “Nos vamos los dos en el 2011”, afirmó.
Y ahí está.