Algunos gers cuentan con paneles solares y antenas parabólicas. Casi todos los nómades tienen moto y celular, combinación clave para comunicarse.
La hospitalidad del mongol puede ser dura de sobrellevar para el estómago del recién llegado: un vaso a tope de aguardiente a las diez de la mañana, un tazón de airag, leche de yegua fermentada, o un guiso de yak, el ganado típico de la estepa que, cocido en cacerola de hierro, tiene un sabor áspero.
Así recibe al visitante uno de los últimos pueblos nómades que quedan en el planeta: hombres y mujeres de cara redonda, ojos rasgados y piel oscura que, vestidos con trajes coloridos que ellos mismos se procuran, sonríen sin cesar. Como si no les pesara armar y desarmar sus viviendas todas las primaveras y los otoños de su vida en busca de cursos de agua y pastos tiernos para el ganado, su bien más preciado. Como si no fuera un sacrificio levantarse antes del alba para arrear cabras, ovejas, caballos, camellos y yaks -de los que vivirán ellos y sus descendientes-, y cuidarlos de los lobos que los acechan.
Asfixiada por Rusia, al norte, y por China, al sur, Mongolia es el país menos poblado del mundo. Casi el 90% de sus 1,5 millones de kilómetros cuadrados -el doble de la superficie continental de Chile- es estepa y desierto. Su población no llega a los tres millones de personas, de los cuales entre el 30 y el 40% todavía son nómades dispuestos a recibir visitas en sus gers, el nombre de las tiendas redondas que montan en el desierto.
Llegar hasta aquí desde América del Sur -desde Santiago de Chile, en particular- no es tarea sencilla, breve ni económica: hay que tomar un avión hasta alguna capital europea o algún aeropuerto en Estados Unidos para luego conectar con un destino ruso, chino o surcoreano y, recién ahí, volar a Ulán Bator, la capital de Mongolia. La travesía puede tomar entre 36 y 50 horas -entre vuelos y escalas- y el valor suele superar los US$ 3.200.
Semejante esfuerzo tendrá su recompensa: la tierra de Gengis Kan, el guerrero que en el siglo XIII dominó medio mundo -literalmente-, no decepciona. Quien antes de venir haya visto La historia del camello que llora -un documental nominado al Oscar que cuenta las tradiciones de los criadores de camellos del desierto de Gobi, en vías de extinción- o La cueva del perro amarillo, ambas del cineasta mongol Byambasuren Davaa, comprobará que esos filmes muestran fielmente la vida cotidiana de los nómades en Mongolia.
Ulán Bator, la ciudad donde se amontona el 60% de la población, no es especialmente pintoresca, sino el punto de partida para una experiencia que nos acerque al desierto de Gobi. Desde allí se puede volver al pasado y asistir a alguna de las representaciones de lucha de guerreros o carreras a caballo que recrean las costumbres de los tiempos de Gengis Kan.
A pesar de la economía que crece con fuerza -17,5% en 2011 y 12,3% en 2012, según datos oficiales- gracias al desarrollo de la minería de oro, cobre, carbón, zinc y otros minerales abundantes en su suelo, el turismo sigue siendo la principal salida laboral para muchos mongoles, incluso los profesionales formados en las universidades o escuelas técnicas de Moscú y otras antiguas capitales socialistas. Recorren los hoteles y alojamientos para extranjeros ofreciendo, en inglés, sus servicios como guías turísticos.
Así conocimos a Mejet, un técnico mecánico casado con una pediatra y papá de dos niños que, por US$ 800, aceptó nuestra propuesta de llevarnos a recorrer las comunidades nómades y, durante una semana, mostrarnos su vida y costumbres.
Para Mejet, un hombre de treinta y tantos, no era una empresa imposible: antes de partir a estudiar en San Petersburgo creció junto a sus abuelos haciendo vida nómade.
Fotos: Cézaro de Luca.
MI GER ES SU GER
Mongolia estuvo dominada por los chinos en el siglo XVIII. En 1911 declaró su independencia y trece años después se convirtió en la segunda república comunista del mundo. En 1989, con el derrumbe de los sistemas comunistas surgidos después de 1945, Mongolia se transformó en una democracia parlamentaria, pero el fin de la ayuda rusa la hundió en una crisis que aún hoy se siente: el 60% de las familias nómades viven bajo la línea de pobreza. Hoy el país mantiene la dependencia energética de Moscú, pero Beijing se convirtió en su primer inversor y socio comercial: los mongoles están entre los diez países más ricos en materias primas, el 92% de las cuales van a parar a China.
Mejet, mientras tanto, prepara su jeep ruso y salimos a la ruta con una dotación de botellas de agua mineral y sopas deshidratadas para el viaje. A 200 kilómetros de Ulán Bator se termina el asfalto y sobreviene la preocupación para todo extranjero: “¿Y ahora? ¿Por dónde seguimos?” es la duda. “Ya verán”, dice Mejet, enigmático. Parece conocer a ojos cerrados los senderos sin señales que cruzan la estepa. Sólo queda encomendarse a su brújula imaginaria y rezar para que su veterano jeep no sucumba al ripio. Porque ese es el primer mito que cae: si uno creía que adentrarse en la espesura mongola era recorrer kilómetros de las arenas blancas del desierto de Gobi, estaba en un error. Sólo el 3% de Gobi está formado por dunas de arena. Allí no hay nómades, ellos prefieren la estepa.
Los nómades, cuya edad promedio es de 24 años y su expectativa de vida ronda los 65, viven en tiendas montadas sobre un fuelle de madera redondo, desde donde se encastran palos que se enganchan a un círculo de madera superior que, una vez que se cubre con una lona, hará de techo. Casi todas las familias decoran la madera: la pintan de naranja -color vital para los budistas, religión que Mongolia adoptó en el siglo XVI- y le suman detalles de flores o pequeños arabescos. La estructura de madera se recubre luego de lonas claras, para repeler la inclemencia estival de los rayos del sol. Las lonas tienen cuerdas que los nómades manejan con habilidad de titiriteros para abrir y cerrar la boca del techo del ger.
El interior de las tiendas es rico en decoración, alfombras y muebles de madera pintada. Casi siempre hay un ger mayor donde se duerme y uno más pequeño donde se cocina y se come. El fuego que alimenta la cocina se logra a base de quemar excremento seco del ganado que, por lo general, es recolectado por los más pequeños de la familia.
Algunas tiendas cuentan con paneles solares y antenas parabólicas. Casi todos los nómades tienen moto y celular, combinación clave para lograr comunicarse: según dónde esté ubicado el ger habrá que subirse a la moto y moverse por la estepa hasta encontrar señal para realizar una llamada.
Durante el recorrido, Mejet cumple nuestro deseo de dormir cada noche en un ger distinto, con una nueva familia nómade que nos recibe como al hijo pródigo. El viaje incluye una parada en el templo de Karakorum, que fue centro del imperio histórico en tiempos de Gengis Kan. Hoy, junto a sus ruinas se levanta el monasterio budista Erdene Zuu, el más antiguo de Mongolia. Muy visitado por budistas y curiosos de todo el mundo, en las afueras del monasterio suele haber pintorescos personajes que, por unas monedas, ofrecen sacarse una foto con sus águilas.
Durante una semana, cumplimos al pie de la letra el siguiente ritual: Mejet se aproximaba a un ger, bajaba del jeep, aplaudía o saludaba en voz alta hasta que aparecían los dueños de casa y les preguntaba si podíamos quedarnos con ellos hasta el día siguiente. Mientras conversaba también lidiaba con los perros -acostumbrados a velar por el ganado, son poco amigables con los extraños- y luego nos hacía un gesto de aprobación. Cuando los nómades no se ofendían, retribuíamos el hospedaje, la comida -capítulo duro para nuestro paladar occidental- y la hospitalidad con algo de dinero que nunca llegó a compensar la experiencia de ver la espesura de la noche esteparia, montar un yak, ordeñar una yegua antes del amanecer o descubrir que mientras dormíamos un lobo había merodeado por nuestro ger y saciado su voracidad con dos cabritos del rebaño.
El regreso a Ulán Bator, lo más parecido a volver a casa, nos trajo cierta melancolía por las rutinas nómades que habíamos abrazado rápidamente: despertar al alba, ordeñar, pastorear el ganado. La recompensa es el reencuentro con una ducha caliente, una semana después de iniciada la travesía.