Por Evelyn Erlij, desde Kos, Grecia Agosto 27, 2015

Los mundos no se mezclan: los refugiados no hablan con los turistas y los turistas hacen como si éstos no existieran. En la avenida del puerto, los jóvenes sirios se cruzan con los europeos del norte, los mismos que en la noche atestarán los bares o irán a las beach parties.

En las calles de Kos se huele la resaca de anoche, antenoche y de todas las noches de verano. La moda es el taco alto y la minifalda, el short ajustado y la cartera plateada; las mechas con gel y la selfie borracha. En este edén del all-inclusive y las fiestas de espuma, Jersey Shore —el reality de MTV sobre un grupo de parranderos— se queda chico. Es Grecia, el país de la crisis; es Kos, la isla donde nació el sabio Hipócrates, pero aquí no se sabe nada: ni que el país agoniza por la deuda, ni que a tres minutos de allí, de la bar street, duerme un centenar de refugiados sirios que llegaron ayer desde Turquía en botes inflables. Duermen en cartones y en carpas, hacinados junto a la estación de policía o cerca del puerto, frente a yates de millonarios y ferries que cruzan el mar Egeo. Durante el día, la postal no cambiará. Los turistas seguirán la fiesta y los inmigrantes el calvario.

Kos es la cuarta isla más turística de Grecia, después de Creta, Rodas y Corfú, y el millón de personas que atrae por año equivale al 60% de su economía. Pero su fama actual no tiene que ver con ser la ciudad-discotheque predilecta de ingleses y escandinavos. Kos es hoy la cara más visible de la mayor crisis de inmigración que Europa vive desde la Segunda Guerra Mundial, la puerta de entrada de miles de inmigrantes sirios, afganos, kurdos, bengalíes, iraníes e iraquíes que huyen del horror y la miseria. Aquí, por fortuna, no ha habido tragedias como las de Lampedusa, en Italia, donde más de un millar de africanos se han ahogado en el mar. La crisis en Grecia tiene que ver con la escala del drama: en lo que va del año, más de 160 mil expatriados han llegado al país, cuatro veces más que en 2014. 

A Kos llegan centenares de personas por día. La isla es apenas un lugar de paso, la ciudad limbo donde los refugiados esperan un par de días el permiso policial para ingresar a Atenas y continuar la travesía por la Unión Europea. De todos ellos, sólo los procedentes de países en guerra civil —Siria, Irak— tienen estatus de refugiado y derecho a asilo, y en el caso de los sirios, muchos son de clase media, profesionales con casas y autos obligados a escapar de los bombardeos o del horror del Estado Islámico. Arriesgar su vida y la de sus hijos en este éxodo incierto es la única solución. 

Hay 35 grados de temperatura en Kos y los recién llegados están instalados en las calles. Hay familias enteras viviendo en el suelo y las carpas desbordan las veredas aledañas a la estación de policía. Al lado de unas ruinas antiguas, en plazas y zonas residenciales, grupos de refugiados se apostan en el suelo. Las madres, muchas con velo islámico, cuidan a sus guaguas del sol, mientras los hombres conversan o yacen en silencio. Los locales dicen que esta situación no es habitual, que, en general, al llegar a la isla, la policía se los lleva a recintos donde son invisibles al ojo público. Sea como sea, los mundos no se mezclan: los refugiados no hablan con los turistas y los turistas hacen como si éstos no existieran. 

Entre los vacacionistas no hay señales de miedo ni rechazo. En la avenida del puerto, los jóvenes sirios —muchos con la camiseta de Messi— se cruzan con los europeos del Norte, los mismos que en la noche atestarán los bares o irán a las beach parties. Muchos serán testigos en la madrugada del arribo de inmigrantes a las playas. Lanzados al mar sin guía ni capitán, la mayoría logra orientar sus botes con la ayuda de Google Maps en sus smartphones. Si un turista paga 20 euros para cruzar en ferry los 9 kilómetros que separan Bodrum, en Turquía, y Kos, un refugiado gasta entre 1.200 y 2.000 euros para subir a una embarcación inflable. La única garantía es la ilegalidad: nadie les pedirá pasaportes para salir de Asia y entrar a Europa.

Así, mientras las mafias turcas se llenan los bolsillos con la miseria de los refugiados, las empresas de turismo (que han sufrido una baja de reservas de hasta un 50%) cruzan los dedos para que las cancelaciones de los extranjeros no aumenten. Muy a su pesar, la tragedia se propaga cada vez más, hasta alcanzar las redes sociales, donde una foto desgarradora de un padre llorando junto a sus hijos al llegar a Grecia se hizo viral. Gracias a la difusión mediática, varios turistas llevan provisiones a las ONG presentes en el lugar. Aunque muchos europeos están de vacaciones aquí para apoyar la economía griega, la magnitud de la crisis humanitaria hace olvidar la deuda. Uno de los pocos recordatorios será esta frase en la polera de un turista: “Greek crisis: no money, no jobs, no problem”. 

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A diario, una cincuentena de ferries que conectan Kos con otras islas o ciudades salen del puerto. Los viajeros se amontonan con sus maletas esperando los barcos; los refugiados hacen lo mismo cargando bolsas de plástico. Esperan para ir a Atenas, desde donde partirán hacia los Balcanes para atravesar Europa y llegar a su destino final. Macedonia ha reaccionado con violencia policial extrema; mientras que Bulgaria y Hungría, países de la Unión Europea, construirán vallas alambradas para frenar su entrada. Grecia y Bulgaria ya construyeron muros en sus fronteras con Turquía, país limítrofe con Siria y al que ha llegado más de un millón de refugiados desde 2011. En total, 340 mil refugiados han ingresado al continente europeo en 2015, y esto sin contar a los inmigrantes económicos. 

Para ellos, la situación es aun peor. En Kos, muchos se quedan varados. Algunos viven en el Capitán Elías, un hotel abandonado donde la ONG Médicos Sin Fronteras es el único apoyo. A ellos, el Estado griego no los ayuda con ferries hacia Atenas como lo hace con los sirios, pero, a estas alturas, tener estatus de refugiado no garantiza mucho: apenas el 18% de las solicitudes de asilo en Europa fueron aceptadas en 2014. Alemania, el país con más peticiones, es el único que anunció que allí todos los sirios serán bienvenidos; Francia, Suecia y Reino Unido aún no saben qué hacer, pero hay casos peores: Polonia y Eslovaquia sólo aceptarán cristianos.

Patrick Kingsley, experto en migración del diario The Guardian, afirmó que un millón de inmigrantes repartidos entre la población de Europa, estimada en 740 millones, tendría un impacto social mínimo. Tampoco sería una operación sin precedentes: después de la guerra de Vietnam, apunta, 1,3 millones de refugiados fueron reubicados en el continente. Hoy, sin embargo, el alza de la extrema derecha y la crisis económica han ido deshumanizando el trato hacia los inmigrantes. En Alemania, las protestas contra los extranjeros no paran; en Francia, el gobierno está paralizado ante las muertes en Calais, e Italia ya no da abasto con los arribos a sus costas. La Unión Europea no se pone de acuerdo y Grecia hace malabares para resolver su crisis económica y la crisis de los inmigrantes.

Mientras todo eso pasa, gente sigue muriendo en busca de una vida mejor. “Somos seres humanos. ¿Dónde está la humanidad?”, reclama un refugiado a las cámaras de Al-Jazeera. En las columnas de The Guardian se han escuchado voces  sensatas: “Si usted nunca se ha movido a un país nuevo para encontrar trabajo, sus antepasados lo hicieron —escribe el periodista Nick Cohen—. Vaya atrás en su historia familiar (...) y va a encontrar que sus ancestros eran inmigrantes. Al odiarlos a ellos, nos odiamos a nosotros mismos”. 

La solución, para Amnistía Internacional, no son muros ni vallas, sino puntos de entrada seguros e instalaciones para recibir a la gente con dignidad. Kos, con sus veredas convertidas en campamentos y su música tecno de fondo, es prueba de que la realidad es lo contrario. Mientras los expatriados siguen llegando, la fiesta, por el bien de la economía, debe continuar. De noche, seguirá el jolgorio. De día, arriba de sus scooters o caminando por el puerto, los turistas seguirán viendo una de las grandes tragedias humanas del siglo XXI. “Feliz es el hombre que, antes de morir, tiene la fortuna de navegar por el mar Egeo”, escribió Nikos Kazantzakis en su novela Zorba, el griego. En los tiempos que corren, ojalá la muerte no les robe esa felicidad a los inmigrantes. 

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