Es hermoso. Dan ganas de tocarlo, de deslizar los dedos sobre esa superficie suave y brillante. De levantarlo y apoyarlo en el hombro, de disparar.
El vendedor me invita a tomar el AR-15, un rifle semiautomático, abriendo la palma de la mano. Estamos en una feria de armas en Freeport, a una hora en tren de Times Square en Nueva York, pero podría ser Nebraska o Kentucky: pegatinas de Trump, poleras de Black Guns Matter y calles sin peatones. Bajando de sus camionetas, decenas de hombres blancos de entre 40 y 50 años, enfundados en jeans viejos, caminando sin apuro.
Uno de ellos, de pelo rubio y lacio, viste una polera con la bandera confederada y nueve palabras: Si esto te ofende, necesitas una lección de historia.
“Es legal en Nueva York”, explica el vendedor de los AR-15 ordenados en líneas perfectas sobre la mesa metálica. Al lado de cada uno hay un pequeño letrero dispuesto hacia el comprador. No está el precio ni el nombre del rifle. Hay un mensaje: “Tú puedes manejar armas”.
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En 1966, un francotirador atrincherado mató a 16 personas e hirió a otras 33 en la llamada matanza de la torre de la Universidad de Texas. El presidente Lyndon Johnson dijo entonces que había llegado “la hora de hacer algo”. Más de medio siglo después, todavía fresca la masacre de Las Vegas —ocurrida el 1 de octubre pasado, con 59 muertos y medio millar de heridos—, la sensación de triunfo de los defensores del derecho a portar armas es abrumadora. “Nada va a cambiar”, escribió el ex congresista demócrata Steve Israel —que pasó buena parte de sus dieciséis años en el Parlamento intentando endurecer las leyes de control de armas— al culpar, en una larga columna para el New York Times, al lobby de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), al miedo de los congresistas y a la misma opinión pública “que se ha vuelto insensible”.
Según Gun Violence Archive, en lo que va de 2017 se han registrado 282 tiroteos, casi uno al día, sólo contando eventos en donde cuatro o más personas han recibido disparos.
La oferta es variada: ametralladoras, rifles, catanas e incluso zombie bats: bates envueltos en alambre de púas que cuestan 40 dólares y se anuncian orgullosamente como hechos en EE.UU.
Pero después de las banderas a media asta, las oraciones de los políticos de ambos partidos y los minutos de silencio en estadios y edificios públicos, el ciclo noticioso dejó pronto Las Vegas para regresar a los vaivenes de la presidencia de Trump, Rusia y el escándalo de Harvey Weinstein.
Así pasó también antes con Columbine, Herkimer, Tucson, Santa Mónica, Hialeah, Terrell, Alturas, Killeen, Isla Vista, Marysville, Chapel Hill, Tyrone, Waco, Charleston, Chattanooga, Lafayette, Roanoke, Roseburg, Colorado Springs, San Bernardino, Birmingham, Virginia Tech y Fort Hood.
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Gran parte de la inacción en el Legislativo y la aceptación de los tiroteos como una realidad inevitable se explica por el arrollador éxito de la NRA, que en los últimos cincuenta años —en aquellos años convulsos después del asesinato de Kennedy y la matanza de la torre de Texas— pasó de ser una organización que se ocupaba de la pesca y la caza a ser el movimiento conservador más importante del país.
“La NRA y el movimiento por el derecho a portar armas continúan dominando el debate: ellos tienen recursos —en especial activistas profundamente comprometidos— que el lado del control de armas no puede igualar”, dice a Qué Pasa Scott Melzer, sociólogo y académico de la Universidad de Albion (Michigan).
Esos activistas se apoyan en la Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, que señala que “siendo una milicia bien regulada necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho del Pueblo a tener y portar armas no será vulnerado”. Aunque para los partidarios del control de armas esta frase sólo alude a entidades oficiales como el ejército, la segunda interpretación —reconocer el derecho de todo individuo a poseer armas— se ha convertido para la NRA en un mantra fundamental. “A muchos de los votantes que defienden el derecho a tener armas los mueve el miedo”, explica Melzer, “y la NRA incita ese miedo”.
El académico, autor del libro Gun Crusaders: The NRA’s Culture War, conecta ese miedo a perder las armas con la amenaza que ven los hombres blancos conservadores a su identidad y estatus en desmedro de otros grupos, como las mujeres y las minorías. Es lo que llama una masculinidad conservadora fronteriza, una versión mitologizada de los hombres del pasado que encuentran su último refugio en las armas.
“Temen poder perder sus armas del mismo modo en que temen que han estado perdiendo su país”, resume Melzer. “Mucha de la retórica de la campaña de Trump giró alrededor de esta idea. Y funcionó”.
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La feria de Freeport es una más entre las cuatro mil que se hacen en Estados Unidos cada año. Sólo ese fin de semana en que se realiza —mediados de octubre— hay otras 48. Inmediatamente después de entrar está el puesto de la NRA para registrarse como miembro o ver sus revistas: America’s 1st Freedom, American Rifleman, American Hunter.
La oferta en las mesas es variada. Hay pistolas, rifles, cuchillos, escopetas, carabinas y ametralladoras, pero también sables, catanas e incluso zombie bats: bates envueltos en alambre de púas que cuestan 40 dólares y se anuncian orgullosamente como hechos en Estados Unidos.
Algunos niños que acompañan a sus padres los toman, con el rostro serio, y dibujan con ellos figuras en el aire.
También hay un puesto en donde se pueden comprar monedas de cobre con la Segunda Enmienda y “detectores de violación”, paquetes de papelitos que, según anuncia el vendedor, se pueden poner en cualquier bebida para saber si el hombre que te invitó a salir le puso algo a tu trago.
Más allá está uno de los puestos más solicitados: el que homenajea al presidente Trump.
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Nunca los defensores de las armas tuvieron tanta buena salud. La NRA presume de cinco millones de miembros y otros nueve millones de simpatizantes, mientras el dinero para influir en Washington —financiamiento de carreras políticas de principio a fin— corre a raudales. Para Melzer, “este incremento y la compra de armas después de la elección de Obama son un ejemplo del efecto movilizador de la amenaza y el miedo”.
“La NRA conecta hábilmente los temores de sus miembros sobre perder el derecho a portar armas con perder todos los derechos y libertades individuales”, apunta.
Nunca los defensores de las armas tuvieron tanta buena salud. La feria de Freeport es una más entre las cuatro mil que se hacen en EE. UU. cada año.
El auge de la NRA coincidió con la aparición providencial del actor Charlton Heston como su principal rostro e impulsor. Heston, que llegó a ser presidente de la NRA entre 1998 y 2003 y organizó un polémico mitín después de la masacre de Columbine en 1999, se hizo conocido por sus personajes con referencias bíblicas y ayudó a construir la figura de la frontier masculinity entre los hombres conservadores blancos con un fulgor sólo comparable a Ronald Reagan. Una figura que, como Melzer plantea en su libro, nunca existió más que en un puñado de películas y novelas de pistoleros.
—¿Cree que Trump ocupe, de alguna forma, ese lugar hoy?
—Sería difícil sostener que Trump es una encarnación de la masculinidad fronteriza, pero él sabe cómo usar ese concepto de una manera que resuena en muchos conservadores y blancos. Su lenguaje se superpone con el del discurso de la NRA. Eso no es sorprendente, dado el estatus de la NRA como la organización conservadora más importante del movimiento social. Tienen la misma agenda.
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Los famosos jockeys de Trump —aquellos rojos de Make America Great Again— se venden a 10 dólares. Por el mismo precio se puede adquirir una versión de camuflaje para ir a cazar.
También hay láminas que parecen diseñadas en WordArt con fotos del presidente y la primera dama, Melania. Otras con burlas a Hillary con imágenes de un vestido azul. Otras que se burlan de CNN acusándolos de ser fake news. Ni periodistas ni demócratas parecen bienvenidos. Nadie quiere liberales ni snowflakes, ese insulto perfecto para gente frágil que se cree especial.
“¿Le molesta si les tomo una foto a los carteles?”, digo. Pero el acento me arruina la pregunta.
“La verdad es que me molesta —dice el vendedor, con aire seco, aunque cortés—. Si los quiere, valen dos y cinco dólares. Pero gracias por preguntar”.
Soy un turista aquí y todos lo saben: la forma en que hablo, la forma en que apoyo torpemente los rifles contra el pecho, las ametralladoras al hombro. Sólo accede a hablarme la única que no vende armas, ni municiones, ni carteles del presidente: una mujer que ha llevado sus cuadros aprovechando que su hermano paga la mitad de una mesa.
Tiene un picaflor en una rosa, un árbol nevado junto a un paisaje ártico, un bote solo en una playa.
Hay mucho contraste entre lo que usted hace y lo que los demás venden, le digo. Me da una risita como única respuesta.
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Un estudio reciente del Pew Research Center mostró que más de la mitad de los estadounidenses están a favor de leyes más estrictas sobre el control de armas. Pero también más del cincuenta por ciento defiende el derecho a tener una. Ante este escenario, y un cuadro político cada vez más polarizado, las iniciativas políticas son marginales, a veces ni siquiera simbólicas. La última fue la restricción a utilizar accesorios para convertir un rifle semiautomático en uno totalmente automático, una medida de nulo alcance en un país con 36 mil muertes anuales por homicidios, suicidios y accidentes con armas de fuego.
Apenas dos semanas después de visitar la feria de Freeport se había esfumado el interés por las noticias del tirador de Las Vegas, enigmático y blanco. Poco después un inmigrante uzbeko de 29 años protagonizó un atropello múltiple en el corazón de Manhattan, que dejó ocho muertos antes de bajar armado con dos pistolas gritando “Allahu Akbar”, “Dios es grande” en árabe. Esta vez el presidente Trump no tardó en proponer pena de muerte.
Hace dos décadas, Estados Unidos pudo seguir el camino de Australia. Tras la matanza de 35 personas en Port Arthur en 1996, el gobierno de Canberra tomó el control de cientos de miles de armas de fuego. Doce días después del tiroteo, un amplio consenso político terminó con la prohibición de las armas largas y cortas. En un año, las autoridades australianas recuperaron 600 mil armas gracias a un programa de recompra y a una amnistía para los propietarios de armas ilegales. Desde entonces no ha habido otra matanza de este tipo.
En Estados Unidos una medida similar supondría recomprar 90 millones de rifles que están en manos de ciudadanos. Esa idea no parece entrar en ningún escenario.
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La entrada a la feria cuesta ocho dólares, aunque es gratis para los menores de doce años. Hay un puñado de ellos revoloteando alrededor de sus padres o abuelos.
En la mesa de las AR-15, frente a las láminas de la familia presidencial, uno me mira mientras se aplasta el pelo rubio con los dedos de izquierda a derecha. El vendedor le acerca el rifle y él presiona la lengua contra los dientes mientras lo toma con cuidado. Cierra un ojo y apunta al techo. Deja el dedo sobre el gatillo flojo. Mueve los labios y la lengua mientras pareciera que el rifle se le va a caer, que el peso es demasiado, que toda la escena parece un absurdo. Pero no lo es. El niño balancea el rifle hasta que lo afirma contra el hombro y jala el gatillo flojo. Bang, dice. Papá, mira, les puedo disparar.