Cuando la generación de los baby boomers decida irse a los cuarteles de invierno, se supone que será la nuestra -los nacidos desde comienzos de los 60 hasta fines de los 70, más conocidos como la generación X por la novela de Douglas Coupland- la que pase al frente. Sin embargo, no tengo muy claro que lo haremos, al menos no con demasiadas ganas.
Tal como nuestros padres -y seguramente nuestros hijos-, creemos que somos parte de una generación excepcional. En el caso de los "inmortales", destacan haber transitado del Chile antiguo -ée del olor a campo y a parafina- al moderno -del smog y perfumes de duty free-.
En el caso de la Gen X, nos sentimos diferentes por haber nacido en el mundo de la guerra fría y la dictadura, pero alcanzar la mayoría de edad al mismo momento de la caída del muro de Berlín y de la vuelta a la democracia en Chile. A diferencia de los hijos de las flores que predicaban el amor libre, crecimos en la era que vio surgir al sida. Por lo mismo, somos una generación más bien cauta, criada entre los miedos del toque de queda y las consecuencias del sexo antes del matrimonio.
Fuimos criados por nuestros mayores para tener una relación de amor y odio con la política. Años de dictadura nos enseñaron a desconfiar de los señores políticos; también aportó lo suyo la idea de que había que reducir el Estado a su mínima expresión. Participamos, con ingenua alegría, de movimientos estudiantiles, para luego ser puestos en nuestro lugar (tercera fila) por la generación de los viejos que había pasado casi 20 años en el congelador esperando volver a las trincheras.
El sistema binominal y el espectacular desarrollo económico se encargaron del resto. En la medida que el país crecía tranquilo, nunca nos atrajo cambiar las cosas. Al principio, porque se nos advertía que tuviéramos cuidado con querer abrir la caja de Pandora. Después, fue fruto de la comodidad de un país que volaba con piloto automático, sin importar si la conducción fuera por el lado izquierdo.
Sin embargo, nos sentimos incómodos en el entramado político actual. Nos gusta la libertad de poder tomar las decisiones que creemos pertinentes en el ámbito económico, pero queremos crecientemente la misma libertad en el ámbito valórico. Matriculamos a nuestros hijos en colegios confesionales, más atraídos por los resultados de la PSU y las redes sociales que forman, que por asuntos valóricos.
A pesar de estar mejor pagados que nuestros padres y mejor preparados que nuestros jefes, la cautela nos llevó a preferir atractivos sueldos como ejecutivos que aventurarnos como empresarios. Había mucho más que perder.
Buscamos esquivos referentes liberales y aunque reconocemos que estamos en deuda a la hora de convertir la sociedad chilena de una basada en privilegios a una en oportunidades, cada vez nos convocan menos los mensajes progre, en la medida que nos damos cuenta de que somos nosotros los que con impuestos financiamos una frecuentemente corruptible búsqueda de una utopía. Somos demasiado realistas -apáticos dirán otros- para creer en sueños. Miramos a MEO con simpatía pero con incredulidad, sin convencernos de que realmente sea una alternativa de gobierno (y no sólo un capricho de un director y protagonista de su propio documental).
Nuestra vida laboral siguió un camino similar. La crisis de los 80 nos marcó profundamente, lo que nos llevó a ser mucho más cautos que nuestros padres. El desarrollo del país nos ofrecía condiciones inmejorables de desarrollo laboral en empresas chilenas que se abrían al mundo y conquistaban la región. A pesar de estar mejor pagados que nuestros padres y mejor preparados que nuestros jefes, la cautela nos llevó a preferir atractivos sueldos como ejecutivos que aventurarnos como empresarios. Había mucho más que perder.
A fines de los 90 se sintieron algunos vientos de cambio, pero la rápida ruptura de la burbuja de las puntocom no hizo más que recordar que en Chile el capital financiero sigue primando sobre el intelectual. Además, reforzó nuestros temores de no cumplir con la regla sagrada: que cada generación llegue a una mejor situación que la que la precede.
En cuanto a la vida privada, marcamos la transición hacia una sociedad donde hay roles mucho más compartidos por las parejas, donde no sólo ambos trabajan por mejorar el ingreso sino por un legítimo interés de desarrollo personal. Además, con cada vez menos estigmas asociados a las rupturas matrimoniales, las mujeres reconocen la necesidad de asegurarse por sus propios medios su estabilidad económica. La mayor libertad y menor sentido de culpa llevaron a redefinir el concepto de familia, con la aparición de "la pareja" y sumando los tuyos con los míos y los nuestros.
La relación con los hijos también ha evolucionado. Resentimos que nuestros padres, con sus agendas al tope, no tuvieran tiempo para nosotros, aunque muchos seguimos creyendo que la calidad puede reemplazar a la cantidad. La mayoría ahora busca, casi con angustia, ser más protagonistas de la vida de nuestros hijos. Entramos al parto. Cambiamos pañales. Vamos a reuniones de apoderados. Incluso somos capaces de mostrarles nuestras emociones. Ya no nos parece de mal gusto ni afeminado que nuestros hijos nos vean llorar, aun si somos tipos con fama de duros.
Hemos aprendido a valorar el ocio, nombre que toma el tiempo libre con recursos. Nos gusta viajar ahora, ojalá con la familia o con amigos, no cuando jubilemos. Salimos a jugar 18 hoyos un viernes a los 40, sin esperar a los 65. No tenemos el pudor de nuestros padres (quizás por no haber conocido tan de cerca la pobreza como ellos) en gastar en juguetes caros, sin tener que justificarlos con ser el producto de una crisis de edad. Tampoco tenemos tapujos en salir a restaurantes varias veces en la semana, tomar vinos caros e incluso en invertir en arte, cada vez más motivados por el gozo de hacerlo que por la búsqueda de status. Nuestro círculo de amigos no sólo incorpora a compañeros de universidad o de trabajo. Ahora también incluye a personas que comparten nuestro interés en algún deporte o pasatiempo.
Somos una generación de transición, criada en el miedo a los cambios, pero que ha aprendido a abrazarlos. En un lugar entre los inmortales -que terminaron tratando de controlar los cambios que generaron- y la Gen. Y que nos sigue, que busca cambiar lo que no puede controlar. No nos importa demasiado que los viejos se demoren en decirles adiós a las armas o que los jóvenes estén impacientes en ocupar la trinchera, en la medida que nosotros, a pesar de los permanentes cambios, podamos seguir diciendo que no hay novedades en el frente.
*Analista de inversiones. 41 años.