Por Óscar Landerretche M.* Abril 30, 2010

Una de las características folclóricas más interesantes de la política estadounidense es la destreza de los sectores más conservadores a la hora de ponerles nombre a ciertas posturas de política pública. La etiqueta clásica de provida para los opositores al aborto es una de las más exitosas, pero hay otras, como llamar impuesto de muerte -death tax- al impuesto a las herencias, o llamar alivio tributario -tax relief- a las rebajas impositivas. ¿Quién podría declararse antivida? ¿Qué es más cruel que cobrar impuestos por morir? ¿Quién podría pensar que un alivio tributario no es merecido?

Estas etiquetas se usan una y otra vez porque, en los medios, han rendido en forma importante para los republicanos. Lo definitivo en etiquetas conservadoras es el diseño inteligente, que es simplemente la creencia religiosa de quienes rechazan la teoría evolutiva. Suena mucho más aceptable en la sociedad hipertécnica e hipercientífica contemporánea ser partidario del diseño inteligente que oponerse a, literalmente, toneladas de literatura y evidencia que corren a favor de la evolución. Asimismo, suena mucho más aceptable ser partidario del alivio tributario que de las rebajas tributarias. La rebaja es algo que se le da a alguien que puede pagar, es una atención que se le hace a un casero; el alivio es algo que se necesita, que expresa valores solidarios.

Escoger un nombre para la postura propia u opuesta en política pública y poder instalarlo conceptualmente en la mente del público puede ser, hoy por hoy, una tremenda victoria ideológica.

La teoría del ciudadano groggy

¿De dónde proviene esta ventaja que otorgan los nombres? Bueno, la política contemporánea vive compuesta por agentes en un estado perpetuo de lo que en economía llamaríamos racionalidad limitada. Es decir, con restricciones importantes a la atención que les pueden prestar a las discusiones públicas. Pensemos en un ciudadano medio cuyas labores y responsabilidades cotidianas le consumen el día, las energías y la atención. No tiene tiempo ni ganas de considerar con cuidado los diferentes temas de política pública, sino que apenas le alcanza para percibir los parámetros de un tópico y ver si es que calzan aproximadamente con sus prejuicios, valores e intereses. El ciudadano escucha, brevemente, el concepto en la radio de la micro, en un noticiero televisivo o pasa sus ojos rápidamente sobre un medio escrito. Su vida laboral es intensa, su éxito es limitado, no tiene sentido ni racionalidad consumir tiempo en leer temas de política pública, economía, derecho o filosofía para sofisticar su opinión. Tampoco será fácil lograr que dedique tiempo y energía a cuestionar sus propios prejuicios y, probablemente, no posee una educación que le permita pensar en forma metodológica.

La nueva oposición tiene que cuidarse de entrar a la cancha perdiendo el juego de los nombres y, por cierto, no hacer el papel ya no de ciudadano groggy, sino de político groggy celebrando lo que no hay que celebrar -sin estudiar las cosas en detalle- y otorgando victorias retóricas gratuitas.

Es un ciudadano groggy, que toma decisiones, vota, es encuestado, decide en qué tipo de colegio educar a sus hijos… es decir, ejerce ciudadanía; pero lo hace en un contexto de racionalidad limitada, es decir, optimizando pero sujeto a importantes costos de formación intelectual, recopilación de datos y procesamiento de información.

La prueba de que este modelo del ciudadano groggy es real es el avance persistente de políticos cuyo discurso no tiene nada que ver con una discusión sobre modelos de sociedad, sino centrados en ofrecer solucionar problemas "concretos" de las personas. Lo que hacen estos políticos, en gran medida, es facilitarle el camino al ciudadano groggy entre el discurso político abstracto ofrecido y sus parámetros personales.

El problema por supuesto es que muchos de los desafíos que enfrenta Chile no son fáciles, involucran opciones, algunas complicadas y otras que conducen a diferentes modelos de sociedad de manera no obvia. Si estas opciones no las toma el ciudadano groggy, alguien las tomará por él. En el mundo de los groggy, el tecnócrata es rey.

Una inyección de solidaridad

Por eso es que es tan interesante observar la efectividad con que la nueva administración ha logrado implementar esta política de nombrar políticas públicas de un modo tan conveniente y efectivo.

El mejor ejemplo es la famosa inyección de solidaridad de Felipe Larraín, el ministro de Hacienda.

La Ley de Donaciones es algo que, para ser bien franco, existe desde hace mucho tiempo. Hoy, simplemente, se propone hacerla más expedita. En ese sentido no es algo tan novedoso: el mismo gobierno espera recaudar a través de ella apenas el 1% de los recursos necesarios para la reconstrucción. El gran problema que tiene y siempre ha tenido esta franquicia es su tendencia a convertirse en un mecanismo de elusión de impuestos (como cuando se hacen donaciones relacionadas).

Pero si es tan poca cosa el tema de las donaciones, ¿por qué con ella el gobierno hace tanto ruido? Porque es parte de una estrategia política comunicacional.

Las cosas por su nombre

Lo interesante es que públicamente se ha presentado -en mi opinión, con éxito- que esta iniciativa genera más solidaridad (con eso se queda el ciudadano groggy). Aparte de que no existe realmente mucha evidencia que sustente las elasticidades en que se basan los supuestos de recaudación y de que no se hace cargo del mal uso del mecanismo, es bastante obvio que de lo que se trata es de que les demos un premio tributario a las empresas y hogares de mayores ingresos que encuentran financieramente conveniente ser "más" solidarios.

La parte más "solidaria" de todas en esta iniciativa es la que autoriza a erigir monumentos o memoriales en los que se recuerde a las personas y entidades que aporten a la reconstrucción del país. ¿Es una inyección a la vena de la solidaridad o más bien un baño de vanidad para la oligarquía local? Haber convencido al país de que ésta es una política que fomenta la "solidaridad" es un éxito retórico colosal del gobierno.

El alza que la Concertación no quiso hacer

El otro tema es el de la famosa alza de impuestos, que tiene por objeto posicionar a la administración del presidente Piñera como centrista y no al servicio del empresariado.

Esta movida ha sido muy efectiva porque detuvo en seco la agenda pública que casi desde el día uno giró justamente en torno a los conflictos de interés empresariales del nuevo mandatario. Tiene además el potencial retórico de convertirse en el eje de una estrategia política basada en la conquista del centro político, buscando una perpetuación electoral en el poder y el arrinconamiento de los sectores más conservadores del oficialismo. Esta movida puede, sinceramente, ser una obra maestra de los componentes antipinochetistas y más liberales de la nueva coalición de gobierno. Y, además, el poder de atracción sobre sectores de centro -bajo el argumento de que la centroderecha sería capaz de impulsar un alza tributaria que la Concertación no quiso hacer- puede no ser menor.

Ahora, lo que sería realmente una obra maestra es lograr todos estos efectos con un alza de impuestos sin hacer realmente un alza de impuestos. Esto sería un acto ya no de estrategia, sino de ilusionismo político.

Porque lo que se ha propuesto no es, en realidad, un alza de impuestos. Se ha propuesto una reasignación de impuestos entre diferentes tipos de empresas y hogares. Existen empresas y personas a las que se les suben impuestos y algunas empresas a las que se les bajan (y no es obvio que sean las correctas). Hay muchas dudas sobre el efecto neto recaudatorio, que dependerá de los detalles de implementación de esta reasignación tributaria (duración de los diferentes cambios y letra chica de implementación). De hecho, el Ministerio de Economía ha dicho que el efecto neto de recaudación esperada es cercano a cero. Es decir, está por demostrarse que lo que se está proponiendo es un alza de impuestos y no una reasignación (que puede ser buena o mala, pero no necesariamente es un alza neta de impuestos).

O consideremos lo que se propone para la minería. Dada la evolución de los precios estructurales de la minería del cobre, la probabilidad de que en algunos pocos años una coalición de centroizquierda victoriosa incremente en forma sustantiva los escenarios impositivos post "invariabilidad" para este sector es alta. Altísima diría. Considerando esto: ¿estamos seguros de que la gran minería del cobre no está ahorrando plata en términos netos con el plan propuesto por el gobierno? ¿Con cuáles alzas esperadas futuras sale ganando o perdiendo el Estado en términos de valor presente neto? Hay una forma de saberlo que es una aplicación de algo que enseñamos en las facultades de Economía y que se llama "preferencias reveladas": si las empresas lo toman es porque ahorran plata, en cuyo caso lo que propone el gobierno es, en realidad, la venta de una opción futura a mantener acotado el royalty. ¿Estamos seguros de que esta opción se está vendiendo a buen precio?

En definitiva, ¿estamos seguros de que lo que se propone es realmente un alza tributaria? Es evidente que en la centroizquierda chilena uno de los temas centrales de política pública hacia el futuro es el logro de una reforma tributaria que genere mayores ingresos al Estado (sobre todo para invertir en educación pública) y que mejore la distribución del ingreso. Pero otra cosa evidente es que la propuesta tributaria del gobierno actual puede ser cualquier cosa, pero no es la reforma tributaria que no "quiso" o no "pudo" hacer la Concertación. Ni por cerca.

La nueva oposición tiene que cuidarse de entrar a la cancha perdiendo el juego de los nombres y, por cierto, no hacer el papel ya no de ciudadano groggy, sino de político groggy celebrando lo que no hay que celebrar -sin estudiar las cosas en detalle- y otorgando victorias retóricas gratuitas.

* Universidad de Chile.

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