Por Daniel Greve* Junio 25, 2010

Después de haber hecho banquetes en Buckingham para la realeza británica y de montar dos exitosos restaurantes en Santiago -Frederick´s, en el centro; y Mollie´s, en el Boulevard de Parque Arauco-, al inglés Kevin Poulter (55) se le abrió el cielo de un solo flashazo. Todo en su vida parecía relativamente normal, hasta que en agosto de 2007 la gente de Territoria lo llamó para ofrecerle algo grande. Algo en el estilo de Dean & DeLuca, de Williams-Sonoma, de Daylesford Organic, de Fauchon. Kevin pensó que se trataba de un pequeño espacio, "un deli corner", dice. Pero al ver el espacio que debía albergar su proyecto, no pudo contener la exclamación: "¡Pero si esto es un Jumbo!". No exageraba: el supuesto deli corner contaba con 1.000 m2.

Pero las cosas no finalizaron ahí. Esa misma tarde, mientras terminaba el servicio de almuerzo en Mollie´s, un nuevo guiño se encargó de cerrar un día perfecto: su amiga Alejandra Elgueta -hija del empresario dueño de Empresas Cem- le preguntó: "¿No se te ha ocurrido montar algo como Dean & DeLuca en Chile?". El resto es historia. Y se llamaría Coquinaria.

Ya han pasado seis meses desde la apertura de esta tienda, café, restaurante, mercado y panadería, y las cosas parecen haberse acomodado de la mejor forma. Coquinaria es un referente, posee un público fiel y las asperezas del rodaje, si bien no se han resuelto totalmente, se han ido puliendo de a poco. La imagen de estos mil metros cuadrados vacíos y del tremendo desafío de instalar un espacio gourmet de ese tamaño en un mercado inmaduro como el chileno, así como el sonido de esa voz de la conciencia susurrándole "Kevin, estás loco, no tienes plata, no te metas en esto", ya están atrás.

Luego de una inversión de poco más de un millón de dólares, la configuración de la sociedad por acciones dejó a Alejandra Elgueta con la parte mayoritaria -como gerente general, para hacerse cargo de la parte retail de Coquinaria-, y a Kevin con el resto, para tomar la responsabilidad del servicio y todos los matices de la restauración, desde la cafetería hasta la cocina, como gerente de restaurante. ¿El modelo de negocios? Simple: la tienda actúa como gran proveedor del restaurante y, al mismo tiempo, el restaurante abastece a la tienda con productos preparados.

La rutina del inglés

Son las 10 de la mañana, y Poulter ya está en su computador. Impecable: de traje, colleras, corbata adosada a la camisa con una perla, reloj de oro, anteojos de marco fino. Su afeitada, inmaculada. Su pelo, muy corto, matemático y rasante. Aunque existe oficina formal, la verdadera oficina de Kevin Poulter es la tienda misma. Una mesa individual cerca de la barra, a la que le llevan una taza de té Earl Grey y no otro. Desde ahí, él controla el mundo, su Coquinaria, y arma el día.

Al mediodía, Poulter comienza a chequear las reservas y ver que el comedor esté bien montado. A esas alturas, al menos el 70% de las mesas ya tienen nombre. A las 12.30, Kevin se reúne con su personal de servicio. Justo una hora después, llega el maremoto de gente. Lo que Kevin llama "la vida real".

A esta hora se ocupa de las finanzas y los costos. Analiza las boletas y va tomando nota de los best sellers -la ensalada Coquinaria, los risottos, las hamburguesas-, así como de los platos y productos que tienen poco flujo. "Es impredecible", dice. "Cuando trajimos Marmite a Chile -una pasta de caldo, todo un emblema británico-, pensábamos que estaría cinco meses en nuestra bodega. Pero se acabó en un mes". Y así pasa con muchos de los 200 productos que traen en exclusiva, de los casi 3 mil que hay en la tienda. Ocurrió con los chips Tyrrell´s -agotados, recién reincorporados-, los vinagres de tomate y mango y el aceite italiano trufado.

Al mediodía, Kevin comienza a chequear las reservas y ver que el comedor esté bien montado. A esas alturas, al menos el 70% de las mesas ya tienen nombre. Son clientes frecuentes, que saben que luego de las 13.30 será imposible reservar. A las 12.30, Kevin se reúne con su personal de servicio para revisar el menú del día, actualizarlos con el stock de productos y revisar comentarios internos y de los clientes. El famoso feedback. Justo una hora después, llega el maremoto de gente. Lo que Kevin llama "la vida real". Desde entonces, y hasta las 15.00, Kevin se transforma en un hombre-orquesta: "Soy anfitrión, mozo, carabinero, médico, profesor, comediante. Es como ser actor. Y Coquinaria, el escenario".

Kevin tiene un contacto inusual con sus clientes. De un minuto a otro se para desde su rincón, donde está su computador portátil y varios gadgets modernos y pequeños, y termina sentado con un par de inglesas que lo llaman. Luego, es abordado por una mujer que, carta en mano, le dice: "¿No estás en el menú?". Poulter se lo toma con humor. Dentro de esta hora y media de verdadera locura, de "vida real", el inglés tomará una panera, se paseará de un lado a otro, acomodará sillas, saludará gente. Muchos se descolocan. ¿El dueño me trajo el pan? Efectivamente. Hay que aprender a leer sus señales: si apunta con el dedo, se está encendiendo una alarma; si su cara pasa a un tono rojizo y se ajusta los anteojos con su dedo índice, es porque algo anda mal. Si eso ocurre, sus colaboradores corren.

La fórmula Poulter

El ritmo vespertino

A las cuatro de la tarde, el ritmo baja, los fuegos se apagan y llega la hora -media, en realidad- del almuerzo para Kevin Poulter. "Son mis primeros 30 minutos del día para reflexionar". Algo no menor para un negocio que tiene un crecimiento promedio, tanto en tienda como en restaurante, de un 30% mensual. "Hablo mucho con el chef y veo cómo nuestro staff participa de las catas de nuevos productos".

Se escuchan aplausos detrás de la barra, donde está la quesería y charcutería. "Acaba de terminar una cata", dice Poulter. Es el espíritu Coquinaria, donde cada día es diferente. Reuniones, catas, ingreso de nuevos productos. Ahora están trayendo vinos españoles y queso raclette. Mañana será el queso azul inglés Stilton, que Poulter añora. Pero mientras eso pasa, él toma un descanso y cerca de las seis de la tarde sube a O2, el gimnasio en el tercer piso del Hotel W. Entrena a diario, desde hace tres meses, pero reconoce que se aburre rápido. Aunque la constancia se nota. El inglés ahora está de musculosa y shorts ajustados, y la fibra de sus brazos habla de que no es nada nuevo. Gasta allí hora y media. Y decide bajar de nuevo al territorio de Coquinaria.

Ya a las 19.00 comienza un nuevo flujo. Llegan cien personas de un solo golpe, y Poulter se convierte en el mismo hombre multifacético de la mañana. La función puede que dure hasta las 23.00 o más, si es fin de semana. En su español  bastante perfeccionado -lleva ya seis años en Chile- y que mezcla aún con spanglish, cuenta que esta hora es perfecta para hablar con los clientes. A ratos, lo acompaña un ligero tartamudeo, pero no es nada que no pueda superar. "Fue peor cuando estaba recién aprendiendo español. Un caluroso día de febrero fui con mi profesora de castellano a tomar una cerveza. Y mi primera frase corrida en español no pudo ser peor: un inocente me siente caliente". Poulter suelta una carcajada.

Ésa es su fórmula. Divertirse, reírse de sí mismo. Lograr una conexión, hacer que un momento casual se transforme en un momento importante. Y, de paso, que Coquinaria sea una experiencia global y ambiciosa, más allá del diseño y la deslumbrante puesta en escena. "Mucha gente me dice que Coquinaria tiene alma, que es un sitio con alquimia. Y es que estamos en vivo. Podemos solucionar inmediatamente algo que anda mal". A pesar de que aún el negocio no da utilidades y que los números azules están pronosticados para unos dos años más, Poulter y Alejandra Elgueta están pensando en más: delivery, ventas por internet, regalos corporativos.

"Muchos me dicen que Coquinaria tiene alma, que hay alquimia. Y es que estamos en vivo. Podemos solucionar inmediatamente algo que anda mal", dice. A pesar de que aún el negocio no da utilidades y que los números azules están pronosticados para dos años más, Poulter y su socia, Alejandra Elgueta, ya piensan en delivery, ventas por internet, regalos corporativos.

La receta

Son las 11.30 de la noche, y Kevin ya dijo "hasta pronto" a Coquinaria. Tomó su nuevo Mini Cooper negro con blanco -cambió el azul que tenía y, en una blanca traición, le colocó las banderas de EE.UU. a los espejos- para irse a casa. Vive apenas a tres cuadras de Isidora Goyenechea. Cuando está de ánimo para caminar, hace el trayecto a pie. Sucede a menudo.

Nunca, en todo caso, se desconecta completamente. "No puedo, la verdad. Coquinaria es una droga, es adictiva. Mi día libre siempre es el sábado, pero a veces estoy aquí", dice. En su casa, para que la desconexión al menos suene real, se cambia de ropa, toma una copa de vino y pone música, normalmente algo clásico o Barbra Streisand. Si el tiempo lo permite, va al patio y se cuelga en una silla india de ratán. "Es una media hora de meditación espontánea. Algo para desacelerar, mi tiempo de recuperación".

Otra forma de distracción es, como dice, hacer "ejercicio de pulgar con la TV". Pero le resulta más interesante irse de copas unas tres veces por semana con amigos y, dos veces al mes, siempre los martes, practicar nuevas recetas en su cocina. Con invenciones exitosas y no tanto. "El otro día, usando a mis amigos de conejillos de Indias, preparé un soufflé de jaiba. Pero como tiene tanta agua, quedó como una omelette", dice.

Su cocina es temática porque va cambiando su decoración e inclinación según temporadas, normalmente cada tres meses. "Mi tema ahora es la inspiración asiática. Tres meses atrás estaba en azafrán mood, y eso implicó cocinar tres tiempos diferentes -entrada, fondo, postre- con la especia". Dentro de este patchwork, con pequeños momentos de relax y este enorme trozo de "vida real", recuerda emocionado que esta tarde un grupo de unas veinte personas celebró el cumpleaños de un niño de 14. El propio niño eligió Coquinaria para la celebración, ya que le encanta la cocina. Kevin se preocupó de que fuese especial. Al niño le pusieron el pañuelo del staff, se tomó fotos, estuvo detrás del mesón y delante de los fuegos. "No pude olvidar los ojos del niño. Y ahí, con ese recuerdo y justo antes de dormir, me doy cuenta de que todo valió la pena".

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