La candidata presidencial del PT, Dilma Rousseff -que según las encuestas podría ganar las elecciones en la primera vuelta del próximo 3 de octubre-, fue la primera ministra de Minería y Energía del gobierno de "Lula" da Silva y hasta abril pasado, antes de ser postulante a la primera magistratura, era la presidenta del Consejo de Administración de Petrobras.
Rousseff es una de las principales figuras detrás del salto energético de Brasil en la última década, conoce la esencia de su estrategia y desafíos, y comprende perfectamente la mezcla que existe entre la posición global de Petrobras y la influencia mundial que su país aspira a ejercer.
A fines de los 90, Brasil preveía un déficit energético en la década siguiente. En 1997, el presidente Fernando Henrique Cardoso reestructuró radicalmente Petrobras. Privatizó una parte de su propiedad, pero conservó el control estatal a través de una participación directa del 32,2%, y de otro 7,6% del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, pero sobre todo por una estructura corporativa que con ese porcentaje le permitía tener el 56% de las acciones con derecho a voto y, por lo tanto, elegir la mayoría del directorio. El presidente Da Silva no modificó este diseño básico. Por el contrario, lo desplegó a fondo durante todo su mandato. Sólo ahora, a partir de los grandes descubrimientos de las reservas de petróleo que bordean las costas atlánticas -conocidas como sub-sal, porque están bajo el fondo marino de una capa de sal- Lula está buscando aumentar la participación estatal en la empresa. A fines de septiembre está prevista una nueva emisión de acciones, que incluirá una valorización de esas reservas, que pasarán a la propiedad de la firma como un aumento de capital estatal.
La expansión de Petrobras es espectacular. La inversión del año 2000 alcanzaba los US$ 4.400 millones; el plan de inversiones 2010-2014 llega a US$ 224.000 millones. Es decir, supera al PIB chileno.
Petrobras adquirió yacimientos en América Latina, Estados Unidos, Europa, África y Asia y apostó a transformarse en la empresa más avanzada en la explotación de petróleo en aguas profundas. Las exploraciones gasíferas en su territorio fueron sorprendentemente exitosas y reforzaron su estructura como una empresa integrada: produce, refina y distribuye petróleo. Sus refinerías tienen estándares que les permiten cumplir con exigentes normas ambientales, poseen capacidad de refinación de petróleos pesados e incluso adquirieron plantas en América Latina, Estados Unidos y Japón. Dicho sea de paso, la principal amenaza para ENAP es la capacidad refinadora de Petrobras y su potencial de penetración en la costa del Pacífico. En el retail compraron la red de Shell en Colombia, Uruguay, Paraguay y, aunque desechó comprar la de Argentina, donde posee su propia cadena, tiene interés en adquirir la red en Chile que recién volvió a ponerse en venta. En Chile, Petrobras está presente desde el 2008 tras la compra de Esso. La distribución les otorga una fuente de poder adicional, porque implica capacidad de colocación de sus propios productos en toda la región.
Desde el principio, el análisis compartido en Brasil era que esta expansión obedecía simultáneamente a las necesidades de su fortaleza empresarial, a una política de autonomía energética del país y a la construcción de una hegemonía de ese país en América del Sur, que diera soporte a su posicionamiento global. Lo notable es que esta estrategia es un consenso interno.
La prioridad de Brasil era revertir el riesgo del déficit energético que amenazaba con afectar su crecimiento de largo plazo y, luego, alcanzar su autonomía de suministro. En América Latina sólo Venezuela y Bolivia producen más energía que la que consumen. Todas las demás naciones dependen de una u otra fuente externa, sobre todo Chile, que casi no produce ni petróleo ni gas natural.
La prioridad de Brasil era revertir el riesgo del déficit energético que amenazaba con afectar su crecimiento de largo plazo y, luego, alcanzar su autonomía de suministro. En América Latina sólo Venezuela y Bolivia producen más energía que la que consumen. Todas las demás naciones dependen de una u otra fuente externa, sobre todo Chile, que casi no produce ni petróleo ni gas natural.
En esa dirección, además de expandir Petrobras, Brasil cambió la legislación eléctrica para facilitar las inversiones, impulsó nuevas centrales hidroeléctricas, retomó la construcción de centrales nucleares, se involucró directamente en el negocio del gas natural en Bolivia (que después tuvo que renegociar con Evo Morales) y decidió impulsar los biocombustibles a gran escala, resistiendo las críticas que hubo en torno a la crisis alimentaria, por el alza de precios que generó en varios productos.
El cambio que produjeron los descubrimientos de reservas de gas natural y, sobre todo, los grandes yacimientos de petróleo en aguas profundas, elevaron a Petrobras como una de las mayores empresas petroleras del mundo. Brasil está en condiciones de ingresar a la OPEP, que reúne a los países exportadores, aunque su prioridad seguirá siendo el suministro interno.
Vale decir, su fortaleza energética transformó a Brasil en un actor global.
Ésta, que era desde hace décadas una meta esencial en la concepción estratégica de Brasil, sólo ahora está en el horizonte de lo posible. Brasil es una de las potencias emergentes, junto a China e India, pero sólo en los últimos años logró alcanzar un peso específico que le permita jugar ese rol.
Mientras fuese un país de bajo crecimiento, sujeto a cualquier crisis financiera, con inestabilidad política interna o propenso a los liderazgos populistas, no estaba en condiciones de ejercer esa supremacía. Con Cardoso y Lula, Brasil revirtió esa impronta: estabilizó su economía, tuvo un crecimiento sostenido en la última década, sorteó mejor que varios países desarrollados la última crisis mundial, ostenta fortalezas industriales diversificadas y, ahora, es una potencia energética. Actualmente, es la novena economía mundial y supera en estabilidad política y económica a países como México o Venezuela, que han tenido el tamaño y la pretensión geopolítica de ser un contrapeso a las ambiciones globales de Brasil.
Ningún país de América Latina había alcanzado una masa crítica suficiente en términos económicos, institucionales y de influencia global como para ser un polo de liderazgo regional. Brasil está tomando esa posición, aunque los retrasos en la integración latinoamericana, la subsistencia de conflictos bilaterales, la retórica que domina sus instituciones y la inestabilidad política interna de varios países vuelven todavía muy difícil la articulación de un espacio multilateral desde donde ejercer ese papel.
Hace algunos años, en una cumbre del G8, Lula sostuvo que antes de que América Latina pudiese ser un interlocutor que ejerciera un balance de poder en las negociaciones de la OMC o con otros bloques comerciales, necesitaba avanzar en sus redes de infraestructura, sistemas de comunicaciones, cobertura de servicios básicos y capacidad energética que le permitiera sostener el desarrollo económico. Si se revisa su agenda regional, está muy marcada por esa mirada.
Lo relevante de este enfoque brasileño es la combinación de un consenso estratégico interno, la comprensión geopolítica de sus prioridades energéticas y la agresividad de un plan de inversiones diversificado, concebido a una escala regional y global.
*Ex diputado y consultor de empresas.