Por Juan Cristóbal Guarello Enero 28, 2011

Todos los jugadores de fútbol envidian lo que ganan los de la generación siguiente. Lo que se consideraba un "sueldazo" en 1975 era poco comparado con lo que se ganaba en 1992. Asimismo, los mundialistas de 1998, por entonces considerados unos millonarios, miran con asombro lo que perciben sus colegas de Sudáfrica 2010. Es común escuchar entre los viejos cracks arruinados la sentencia: "Si yo hubiera ganado lo que se gana hoy estaría en otra".

La carrera de jugador es corta y hay que aprovechar los momentos buenos. Con la dinámica del mercado actual, y los valores que la FIFA impuso al fútbol como "producto" por sobre el deporte, el objetivo primordial de la gran mayoría es hacer un buen contrato en Europa y asegurar la vida. Leo Rodríguez, cuando era jugador de San Lorenzo, en 1991, y recién había sido nominado a la selección argentina, confesaba a sus cercanos que su gran sueño era pasar "cuatro temporadas en el Calcio, con cuatro me alcanza". No tuvo cuatro en Italia (apenas un sobrevuelo sin historia en el Atalanta), pero sumó contratos en Francia, Alemania, Chile y México, además de algunas temporadas buenas en Argentina. Lo suficiente para retirarse holgado y seguir trabajando como empresario.

No todos la tienen tan clara. A los 35 años inevitablemente el negocio comienza a declinar. Jorge Valdivia fue muy criticado cuando firmó contrato por el Al Ain de Emiratos Árabes, pero sus argumentos no tienen réplica "No quiero que a los 40 años me tengan que hacer un partido homenaje para sobrevivir".

Cuando uno ve los sueldos de los jugadores chilenos más destacados, supone de inmediato que el futuro lo tienen asegurado, que ganando un millón de dólares al año (y hasta cuatro, como David Pizarro) difícilmente puedan vivir zozobras una vez que se retiren.

La suposición a veces choca con la realidad. Mal manejados, mal aconsejados, rodeados por un ejército de parásitos dispuestos a gozar de una "amistosa" billetera ajena, no pocos jugadores destacados quedan en la ruina a los pocos años del retiro. En diciembre pasado uno de los más importantes empresarios del fútbol que hay en Chile hizo una larga lista de jugadores en actividad y otros retirados hace poco que no tenían un cobre en sus bolsillos. Se trataba de hombres que habían jugado en equipos grandes en Chile, también en varios clubes europeos, incluso alguno figuraba en la nómina de Nelson Acosta en Francia 1998. No se trataba de jugadores de nivel medio, que jamás habían sido transferidos, estamos hablando de privilegiados. Al final de la carrera la adición es cero.

El caso de Marcelo Salas es atípico, pero no sorprendente. El temucano, como él mismo cuenta, siempre fue muy ordenado, pero además tiene la imagen paterna de un hombre trabajador: Rosemberg Salas. Al contrario de otros jugadores exitosos cuyos progenitores subsisten con la mesada de sus hijos, el padre de Salas siempre trabajó, incluso en los momentos en que su hijo ganaba fortunas como goleador de la Lazio. El ejemplo lo tenía a mano el "Matador". Lo más interesante de Salas es que haya superado el círculo ex jugador = empresario de jugadores (caso Iván Zamorano). Diversificó sus negocios, metió plata en un club, e incluso lo subió a la Primera B (y no estuvo tan lejos de ascender a Primera A). Otros empresarios con mucho cartel de emprendedores y kilometraje en el mundo corporativo, como Aníbal Silva y Andrés Tupper, hicieron todo lo contrario y mandaron a Deportes Osorno a Tercera División.

El posicionamiento de Marcelo Salas ha sido rápido y contundente. Aliado sólido de Harold Mayne-Nicholls, sin el hombre de la FIFA en la ANFP deberá inventar un camino propio en la jungla de Quilín. El éxito en los pasillos va de la mano del éxito en la cancha. De momento, Salas vive la transición desde el jugador al ex jugador sin problemas. No sabemos si en cuatro años más lo veremos como presidente de la ANFP, como algunos ya lo postulan, pero sí tenemos certeza de que no será necesario un partido homenaje para que sobreviva.

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