Por Sebastián Edwards | Economista Abril 14, 2011

En marzo de 1991, un grupo de ex guerrilleros "contras" rodeó el edificio en el que me encontraba en Managua. No estaban secuestrándome, pero tampoco me permitían salir o moverme con libertad. Cuando entendí la situación, me volví hacia mi amigo, el ministro Emilio Pereira, y le pregunté qué hacíamos. "Los resistimos", respondió.  Luego esbozó una sonrisa irónica y dijo: "La sala del lado está llena de armas; tomamos unas AK-47 y nos atrincheramos".

Ése fue el día en que empecé a sospechar que yo, un modesto economista académico, vivía dentro de una novela.

En esa época Managua, era un lugar fascinante y terrorífico a la vez. Un lugar donde se palpaba que la guerra fría estaba llegando a su fin, y donde los agentes soviéticos vendían secretos, bebían mucho whisky, y, desde luego, hacían lo posible por cambiarse de bando.

Fui, probablemente, el primer economista que asesoró al gobierno de la presidenta Violeta Barrios de Chamorro, una señora estoica que tuvo el valor de enfrentar y derrotar a Daniel Ortega y a los sandinistas. En esa función viajé por todo el país junto al ministro Pereira -un hombre inteligente y muy simpático- tratando de convencer a los "contras" de que la guerra había terminado, y que debían bajar de las montañas para reintegrarse a la sociedad. Pero lo que de verdad hacíamos era comprarles las armas. Pereira se sentaba en una mesita en la plaza de cada pueblo, y frente a él se formaban largas filas de combatientes. Algunos eran jóvenes -casi niños-, mientras que otros habían envejecido prematuramente de tanto pelear. Cuando los hombres, aún en uniforme de batalla, llegaban frente a él, les daba un apretón de manos y les ofrecía dinero por una pistola, o un lanzacohetes, o una ametralladora. Así, al terminar el día, regresábamos felices y cargados de pertrechos militares a una Managua aún semi-destruida.

Fue Gabriel García Márquez quien, unos años más tarde, me convenció de que los economistas sí podían vivir en un mundo de ficción. Comentando sobre la crisis mexicana de 1994 dijo, en una entrevista, que los acontecimientos económicos en nuestra región eran tan irreales que superaban con creces la capacidad inventiva de los novelistas. En esa época yo trabajaba en el Banco Mundial y viví el colapso mexicano de cerca. Viajé una infinidad de veces al D.F. para participar en negociaciones que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, en las que discutíamos cómo frenar la depresión profunda en la que México se había sumido. Era como estar dentro de la novela Zona, de Mathias Enard, rodeado de tipos sudorosos que fumaban sin parar, bebían licores finos y carísimos, y hacían lo imposible por beneficiarse de las penurias de su país. También, claro, encontré héroes y patriotas, pero esos eran los menos.

Mi nueva novela, Un día perfecto, sucede a principios de los '60, cuando la Guerra Fría empezaba a escalar, y nuestro país parecía un simple espectador del enfrentamiento. El 10 de junio de 1962 es una fecha importante para Chile. Ese día, nuestra selección de fútbol derrotó a la poderosa Unión Soviética.

Otro episodio de novela fue mi largo debate sobre desarrollo económico en el auditorio Ho Chi Minh de la UNAM, a fines de los ochenta. Mientras yo hablaba, los estudiantes lanzaban consignas, insultos e improperios. Y, en medio de esa batahola, intentaba convencerlos de que un sistema de ecuaciones diferenciales resumía, cabalmente, el dilema latinoamericano. Dicen -aunque nunca lo he sabido con certeza- que uno de los investigadores con quien debatí en esa oportunidad se transformó, al poco tiempo, en el subcomandante Marcos, el enigmático y encapuchado líder de los zapatistas.

Pero, claro, las cosas han cambiado. Después de todos estos años, ya no creo en los modelos matemáticos con el fervor de antes. Tampoco creo vivir dentro de una obra de ficción. Ahora, escribo novelas. Sigo viajando y asesorando a gobiernos, pero dedico una parte importante de mi tiempo a escribir. Creo que mis propias correrías por el mundo han influido en mis libros. En ellos busco narrar historias que parten de hechos verdaderos y que transitan por la delgada línea que separa la realidad de lo inventado. Es por eso que muchos de mis personajes son seres reales, que aún se pasean por el mundo, a veces sin siquiera saber que capturé sus experiencias en las páginas de una novela, y que sus aventuras se van entretejiendo con los malabarismos de personajes sacados de la imaginación.

En cierto sentido, la economía es un enigma. Ni los más avezados profesionales saben a ciencia cierta por qué el tipo de cambio se mueve en un sentido y no en otro, o por qué la tasa de desempleo se empina por encima de ciertos niveles. Es por eso, quizá, que en mis novelas siempre hay acertijos difíciles de resolver. Se trata de misterios profundos, cuya aclaración cambia, para siempre, las vidas de los personajes. A veces son misterios políticos, relacionados con espías y agentes secretos, mientras que otras son historias de amor, donde abundan los dilemas morales, el dolor y las traiciones.

Vidas paralelas

Otro aspecto de la economía que ha influido en mi escritura es el llamado "principio del multiplicador": muchas veces, incidentes en apariencia insignificantes desencadenan una sucesión de situaciones sorprendentes. De un momento a otro, inesperadamente, se desatan episodios espeluznantes que se multiplican una y otra vez hasta generar tragedias profundas. Basta recordar cómo la quiebra de Lehman Brothers -un banco más bien pequeño y altamente especializado- sumió al mundo en la peor crisis desde la Gran Depresión.

El punto de partida de mi primera novela, El misterio de las tanias, es un hecho plausible, incluso probable: los servicios de inteligencia cubanos reclutaron a un grupo de mujeres jóvenes y atractivas -las Tanias- para que infiltraran a la alta sociedad latinoamericana. A fines de los noventa, estas agentes se vieron involucradas en un asesinato y en un secreto de proporciones innombrables.

Goles y amores imposibles

Mi nueva novela, Un día perfecto, sucede a principios de la década de los sesenta, cuando la guerra fría empezaba a escalar, y nuestro país parecía ser un simple espectador de ese enfrentamiento entre titanes.

El 10 de junio de 1962, el día en que se desarrolla íntegramente Un día perfecto, es una fecha importante en la historia de Chile. Ese día nuestra selección de fútbol derrotó a la poderosa escuadra de la Unión Soviética, escribiendo una de las grandes páginas del deporte nacional. Fue en esa ocasión cuando, luego del primer gol chileno, el inolvidable Julio Martínez, Jota Eme, quedó afónico de tanto gritar: "¡Justicia divina!, ¡Justicia Divina!".

Fui, probablemente, el primer economista que asesoró al gobierno de Violeta Barrios de Chamorro. Viajé por todo el país junto al ministro Pereira -un hombre inteligente y muy simpático- tratando de convencer a los "contras" de que la guerra había terminado, y que debían bajar de las montañas. Pero lo que de verdad hacíamos era comprarles las armas.

Pero ese 10 de junio de 1962 hubo más que goles, celebraciones y alegrías. Mientras Leonel Sánchez y sus compañeros se llenaban de gloria, dos historias paralelas se urdían en la misma ciudad. La primera es la historia de un amor imposible: Esteban, un ingeniero joven y taciturno, regresa a Chile después de años de ausencia, en busca de Ofelia, el amor de su vida. Pero ella vive en un mundo propio y hermético, donde sólo tienen cabida su marido y sus hijos. Sin embargo, a medida que avanzan las horas, el muro que Ofelia construyó a su alrededor empieza a resquebrajarse, y por las grietas aparece una historia desoladora y asombrosa.

La segunda, es la historia de un secuestro. Leo Horn, un héroe de la Resistencia de paso en Chile, y Juan Domech, un periodista y aventurero, de pronto se encuentran en medio de una conspiración que busca desequilibrar el empantanamiento al que ha llegado la guerra fría.  Estas dos historias se desarrollan en paralelo, entrelazándose y tocándose suavemente. En ellas, como en las Tanias, aparecen personajes verdaderos, y la realidad se funde con la ficción una y otra vez.

Aunque a veces me cuesta aceptarlo, ya han pasado veinte años desde mi retención en Managua. Entretanto, aprendí a vivir en dos mundos: en el mundo de los números y de la economía, y en el mundo de las palabras y la literatura. Son dos mundos paralelos que se alimentan mutuamente. Mis novelas se nutren de la lógica de la economía, y mis escritos económicos se parecen cada vez más a historias noveladas y a cuentos misteriosos. Los temas también son similares. En mis libros de economía, el tema medular es la diferencia entre las políticas que, por un lado, llevan a fracasos y desolación, y aquellas que, por otro, permiten alcanzar la prosperidad y la felicidad. En mis novelas, lo central es el contraste entre nociones tan básicas y esenciales como la lealtad, el amor, la traición, y la venganza.

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