La economía ha sido vista por muchos -y con razón- como una disciplina tremendamente aburrida. El propio Keynes la definió como una ciencia sombría, caracterizada por llamados al realismo que ponen en cuestión la racionalidad de grandes proyectos y emprendimientos. Esta visión contrasta con las pasiones vividas desde el colapso de Lehman Brothers, que ha tenido al mundo con el alma en un hilo durante ya casi cuatro años. El último capítulo de este thriller ha sido particularmente dramático, con Europa y Estados Unidos viviendo momentos de verdadera angustia en los estos días.
Me tocó estar en París durante las últimas negociaciones de la Unión Europea sobre la crisis griega, y luego en Washington durante el fin de semana en que se resolvió la modificación del límite de endeudamiento. Más allá de los pormenores de las negociaciones, y los riesgos involucrados -ampliamente reporteados por los medios-, ha sido impresionante ver a personas comunes y corrientes asustadas, enojadas y decepcionadas por estas negociaciones de alto nivel sobre materias muy lejanas a su vida cotidiana, pero con el potencial de afectar el bienestar de toda una generación. En particular, Washington vivió un fin de semana de terror, con todos los canales de televisión transmitiendo continuamente desde el Capitolio y grupos manifestándose a sus puertas, reclamando una solución que, en definitiva, involucró pequeñas variantes respecto de ideas que venían discutiéndose por meses.
Estos dos procesos paralelos han resuelto como un empate transitorio, lo que hasta hace poco se veía como la disputa de dos modelos económicos y sociales. A estas alturas es posible decir que Estados Unidos y Europa lo han hecho más o menos igual de mal, y que las soluciones alcanzadas sólo resuelven temporalmente problemas más profundos. Ambos bloques culminan estos últimos procesos exhaustos y con un marcado estancamiento económico que ha echado por la borda las ilusiones de una rápida recuperación de la crisis financiera de 2007-2009.
Para ser justos, sin embargo, hay que decir que Estados Unidos surge más dañado de este proceso que la vapuleada Europa. Mientras la UE ha tratado de resolver problemas muy complejos de coordinación económica, iniciando la construcción de una institucionalidad que pueda cubrir los enormes vacíos que dejaron los tratados de la Unión Monetaria Europea, Estados Unidos está sufriendo un daño que todos clasifican como autoinfligido. En Estados Unidos no hay gobiernos distintos que deben resolver problemas de disciplina y coordinación, sino un enfrentamiento ideológico enconado entre actores políticos del mismo país. El presidente Obama ha salido de este proceso entregando prácticamente todas sus condiciones a una oposición guiada por un conjunto de parlamentarios fuertemente ideologizados, que no manifiestan intenciones de entrar en las transacciones propias de la política en cualquier parte del mundo.
Esta comparación debería completarse afirmando que es una sobresimplificación leer la crisis europea meramente como una crisis fiscal originada en los excesos del estado de bienestar. La mayor vulnerabilidad económica de España no está en sus finanzas públicas, sino en su sistema financiero y en el mercado del trabajo. Algo similar ocurre en Irlanda. En Europa hay numerosos países con estados de bienestar más generosos que los de Grecia o Portugal, que no han tenido mayores problemas fiscales.
El elemento común de las dramáticas experiencias de Estados Unidos y Europa, sin embargo, es que ellas revelan un deterioro de las formas de gobernabilidad tradicionales en las que se ha basado la política en el mundo occidental. Obama, el liderazgo republicano, Ángela Merkel o los líderes de los países periféricos de Europa, se enfrentan a una misma dificultad: la de tomar decisiones duras e impopulares en un momento de crisis. Esta dificultad, evidentemente, siempre ha existido, pero parece haberse acentuado como resultado de dos fenómenos: la mayor transparencia e información sobre los actos de gobierno que ha generado la era del conocimiento global, y el surgimiento de grupos con estrechas motivaciones políticas o económicas, capaces de captar la atención pública. Decisiones que antes se tomaban a puertas cerradas en nombre del bien general, hoy son cuestionadas abiertamente y -muchas veces- revertidas en función del propio proceso que les da origen. Información que antes se transmitía parcial y gradualmente, hoy se hace al instante.
La respuesta instintiva de muchos líderes a este fenómeno es el populismo, decir lo que (se cree) la gente quiere oír. Pero éste no es muy útil para enfrentar una crisis. También parece ser ya tarde para el autoritarismo o apelaciones patrióticas. Lo que hace falta hoy es una nueva pedagogía política, mediante la cual los líderes sean capaces de explicar sus propuestas, escuchar a los actores económicos y sociales, buscar acuerdos efectivos y sostenibles.
Esto, por cierto, es más fácil cuando se ha conocido la realidad de una crisis y se llega a la convicción sobre la necesidad de evitar la siguiente. Es más fácil convocar a actores diferentes en torno a un enemigo común que construyendo consensos en materia de principios. El mundo desarrollado, de hecho, no se divide en relación a la economía entre Estados Unidos y Europa, sino que entre los países que vivieron crisis recientes y aprendieron de ellas (Suecia, Australia, Corea, Canadá) y los que, no habiéndolas sufrido, creyeron que tenían el futuro asegurado.
Durante los próximos meses veremos si el thriller de julio de 2011 sirvió a este propósito. Europa tendrá que construir una arquitectura capaz de coordinar la política fiscal y las regulaciones financieras, con sanciones efectivas y creíbles para los que no las cumplan. Estados Unidos tendrá que construir un programa fiscal creíble -entregado a una impredecible comisión de 12 congresistas- y ver cómo el electorado sanciona a los actores que protagonizaron la crisis del límite de deuda. El último capítulo de esta novela aún no se ha escrito, pero no hay duda que es apasionante.