Las crisis suelen ser catalizadores de cambio. Ello suele ser cierto tanto para las sociedades como para individuos.
En Chile, la crisis financiera global y el cuestionamiento local al emprendimiento con fines de lucro tampoco han pasado desapercibidos. Lo que la generación anterior a la nuestra daba por dogma -el que el crecimiento económico es la fuente casi exclusiva para alcanzar el desarrollo, sin importar los daños al medioambiente o el atropello de valores- está siendo abiertamente criticado por las nuevas generaciones y, al menos, genera muchas preguntas para la mía.
Es interesante revisar la historia económica para ver que este tema no es algo nuevo. En 1930, John Maynard Keynes, en el ensayo “Posibilidades Económicas para nuestros Nietos” predecía que para el año 2030 el crecimiento en el mundo desarrollado habría llegado a su fin, pues las personas “tendrían lo suficiente para llevar una buena vida”. Las personas no necesitarían trabajar más de tres días a la semana y dedicarse a cosas más placenteras, como el ocio o pasar más tiempo con la familia y los amigos. Seríamos, en cien años, desde su pronóstico, como “los lirios del campo (…) que no trabajan ni hilan”. Incluso, es posible ponerle un número a cuánto sería el ingreso “suficiente” de Keynes: el equivalente actual de US$ 66.000 al año (unos 36 millones de pesos chilenos). En ese aspecto, podríamos decir que Keynes le apuntó. El ingreso per cápita en Estados Unidos está levemente por debajo de los US$ 50.000 y posiblemente llegue al objetivo para el 2030.
Pero, por otro lado, pareciera que las predicciones de Keynes no se han cumplido. Todo lo contrario, trabajamos más, tenemos quizás más cosas, pero estamos lejos de ser dueños de nuestro tiempo. Hoy más que nunca escucho a amigos preguntarse si los sacrificios de tanto trabajo valen la pena. De cuánto darían por poder disfrutar de más tiempo para otros intereses. Sin embargo, al mismo tiempo, ahí estamos muchos trabajando más que nunca, y rodeados de una tecnología que nos aprisiona más que liberarnos (cualquier persona con un smartphone sabe de qué estoy hablando).
Si bien ya es un lugar común decir que el “dinero no asegura la felicidad”, seguimos corriendo por ganar más, a pesar de los costos asociados.
Buscamos generar más riqueza que lo “suficiente” para poder pagar por aquellos bienes sustitutos a las pérdidas en nuestras relaciones humanas que se producen por el exceso de trabajo.
Más estrés, más competencia, mayor inseguridad. Posiblemente sea porque sigue siendo socialmente reconocido ser una persona de mucha fortuna, especialmente si ha sido generada por ella misma (aunque no se hace mucha distinción si ha sido producto de crear una empresa o de ser un genio con la especulación).
Quizás sea por algo que el mismo Keynes reconoció: existen necesidades que son absolutas (comida, vestuario, vivienda) y otras que son relativas (que se generan al observar a los demás). ¿Será que estas últimas son insaciables? ¿O habrá subestimado la capacidad de generar nuevas necesidades y que en parte parecen ser un elemento indispensable para seguir generando crecimiento?
Mientras el consumo sea el resultado del frenesí competitivo con la persona de al lado, siempre habrá razones para trabajar más, que menos. Una sociedad donde “gana” el que tiene más juguetes antes de morir (y se los puede legar a sus herederos) está lejos de ser la de los los lirios del campo…
Es interesante notar que Keynes no ignoraba el carácter social del trabajo y el deber de -una vez satisfechas las necesidades personales- ayudar al prójimo. Lamentablemente, creo que tampoco en esto tuvo mucha capacidad predictiva, al constatar cómo se han ampliado las brechas de ingreso en el tiempo. Pero no dio más luces respecto de los motivos de seguir trabajando más allá de lo “suficiente”.
Quizás nuestra generación se enfrenta al dilema que Keynes no fue capaz de observar hace casi 100 años: cómo la acumulación de riqueza pasó de ser un medio para alcanzar una “vida buena” a convertirse en un fin en sí mismo. Quizás la respuesta sea que buscamos generar más riqueza que lo “suficiente” para poder pagar por aquellos bienes sustitutos a las pérdidas en nuestras relaciones humanas que se producen por el exceso de trabajo para lograrlo.
Otro inglés, George Orwell, lo resumió de gran manera: “El progreso no es más que la lucha frenética hacia un objetivo esperado, rezando al mismo tiempo para que nunca se alcance”.