Por Nicolás Alonso Enero 17, 2013

Cuando en 2007 la doctora en Matemáticas y Economía de la U. de Berkeley Graciela Chichilnisky les planteó sus investigaciones científicas a representantes de Naciones Unidas, y les habló de una solución definitiva para la amenaza más grande de todas, el calentamiento global, la respuesta que recibió fue idéntica a la que recibiría muchas veces después: que era imposible.

Entonces sólo tenía el plan teórico, diseñado junto al connotado físico estadounidense Peter Eisenberger, pero sus credenciales pudieron darle el beneficio de la duda: había sido la creadora en 1997 del mercado de bonos de carbono, propuesto por el Protocolo de Kioto como un mecanismo clave para frenar el cambio climático, y había representado a EE.UU. en el Intergovernmental Panel On Climate Change, ganador del Premio Nobel de la Paz en 2007. También unos años antes había creado la teoría del “desarrollo sustentable”, uno de los primeros avances importantes contra el calentamiento, utilizada a nivel mundial.

Pero esto era distinto, era ciencia dura. Un terreno más difícil si se quiere desplazar la medida de lo posible. “Yo eso lo escuché toda mi vida. Ya estoy acostumbrada a que si tienes una idea buena, es imposible”, dice Chichilnisky desde Silicon Valley, donde tiene el modelo piloto de su invento. “Me di cuenta de que la única forma de hacerlo era crear una firma, demostrar que podía construir estas plantas, y que harían dinero”.

No le faltaba experiencia. En los 80 había creado la exitosa firma Financial Telecommunications, que luego vendió en Japón, y donde dio empleo a gente como Jeff Bezos, futuro creador de Amazon. Claro que su tarea actual es mucho más ambiciosa: con el financiamiento del millonario Edgar Bronfman, el creador de Warner Music, y con el físico Eisenberger como experto a bordo, la argentina está dirigiendo la firma Global Thermostat, cuya misión es nada menos que reducir el nivel de carbono en la atmósfera terrestre de las 400 ppm (partes por millón) actuales, a 275 ppm. Es decir, lo que había antes de la revolución industrial.

Para eso, están creando “plantas” -máquinas de 15 metros de alto- capaces de extraer el carbono del aire en cualquier parte del mundo, y almacenarlo para venderlo. Las posibilidades de venta del carbono son tres: para empresas que lo usen en su proceso productivo, como bebidas carbonatadas, a compañías petroleras, que con él pueden aumentar en 40% el rendimiento de sus pozos, o para producir gasolina, mezclándolo con hidrógeno. Además de la planta piloto, ya tienen una segunda funcionando en Alabama, que ya vendió un millón de dólares en carbono a una compañía que produce gasolina a base de algas, y en estos días está negociando una tercera en California, que va a extraer para una empresa petrolera. “Nosotros licenciamos las plantas: vendemos la capacidad de sacar carbono. El cliente usa la tecnología, saca carbono, lo vende, hace ganancias, y nos paga. Nosotros construimos la planta, o si no cobramos por la licencia”, explica la economista.

Cada una vale cerca de US$40 millones, y tiene la capacidad de extraer un millón de toneladas de carbono por año, con lo cual la inversión se recupera en dos años y medio. La idea de fondo, por la cual Global Thermostat fue seleccionado como finalista del premio medioambiental de Richard Branson -que entrega US$25 millones- es que empresas de todo el mundo inviertan en su tecnología para generar ganancias vendiendo carbono. Con ese esquema, donde todos ganan, dice Chichilnisky, se podría limpiar todo el aire terrestre de aquí a 20 años.

-¿Por qué una economista se lanza a hacer ciencia para frenar el cambio climático?

-Cuando yo planteé el concepto de necesidades básicas, todo el mundo estaba de acuerdo, pero no pasaba nada. Entonces creé el mercado de carbono para generar incentivos. Finalmente, me di cuenta de que había que encontrar una manera de sacar el carbono del aire físicamente, si no nos vamos al diablo. Hemos dilatado tanto la solución, que ahora no se puede solamente bajar las emisiones. Va a subir la temperatura del aire y las aguas.  Van a subir los océanos, los huracanes, las sequías.

-¿Qué hace diferente a su invento de otros sistemas para capturar carbono?

-Los sistemas anteriores sacaban carbono desde la chimenea de fábricas. Eso sólo baja lo que se está emitiendo. Nosotros, en cambio, estamos haciendo “carbono negativo”: no sólo bajamos lo que se emite en una fábrica, sino también bajamos lo que ya está en el aire. Eso es mucho más drástico. Y no olvidemos que el CO2 tiene la misma concentración en todo el mundo. Si yo lo saco de mi jardín, lo estoy sacando de Beijing.

-¿Con esto se detendría el cambio climático?

-Sí, pero va a tardar años. Ya tenemos plantas, pero hay que hacerlo en todos los países en desarrollo. Hay que usar todo el dinero del mercado de carbono para construir plantas energéticas que limpien la atmósfera. Eso se va a acelerar: de acá a 15 años vamos a tener un efecto muy grande y en 20 podemos solucionar el problema.

-¿Qué tipo de plantas energéticas quiere construir?

-Ésa es mi siguiente etapa. Hay que construir plantas energéticas que saquen el carbono mientras produzcan electricidad. Cualquier planta, ya sea de carbón, gas natural, solar o a petróleo, se puede convertir en una planta de “carbono negativo” con nuestra tecnología. Hay que producirlas en África, Latinoamérica y en las islas del Caribe. Por eso creé el concepto del Green Power Fund, un fondo de US$200 millones que encauzaría lo que se está produciendo  en el mercado de carbono para crear estas plantas en los países en desarrollo. Estamos en eso.

EL MERCADO ECOLÓGICO

Cuando Graciela Chichilnisky tomó el avión que la llevó a EE.UU. en 1967, recién terminaba la educación secundaria, y llevaba un bebé en brazos. El golpe militar de Juan Carlos Onganía había derrocado al presidente Arturo Illia, y su padre, Salomón Chichilnisky, un renombrado neurocirujano que había sido secretario de Salud, quedaba en una situación complicada. Unos meses antes, los militares habían ingresado a la U. de Buenos Aires y habían sacado a los profesores a través de un pasillo de feroces golpes con sus bastones. El hecho quedó en la historia argentina como “La noche de los bastones largos”, y generó que cientos de científicos se exiliaran del país.

Graciela consiguió una beca y se matriculó en el doctorado de Matemáticas en el MIT, a prueba por un año, por no haber ido a la universidad. Fue la mejor de su generación. Al poco tiempo, decidió continuar el doctorado en Berkeley, y luego realizó otro en Economía. Para entonces había diseñado su teoría de necesidades básicas, que daría paso al desarrollo sustentable, y empezaba a hacer clases en Harvard. Ya tenía claro que iba a dedicar su talento matemático a combatir el cambio climático.

Su mayor espaldarazo fue la decisión de la ONU de incluir en el Protocolo de Kioto su idea del mercado de bonos de carbono. Consistía en crear un mercado obligatorio para los países firmantes, en donde se transara el derecho a contaminar de las empresas. Un bono de carbono equivaldría a una tonelada de CO2 emitido, y las empresas sucias tendrían que pagar en ese mercado lo que excediera del límite impuesto, comprando bonos de carbono para financiar proyectos limpios, fundamentalmente en países en desarrollo.

El mercado, que ella promovió y explicó  a las autoridades estadounidenses, fue ratificado a partir de 2005 por 187 países, pero no por EE.UU., reacio a las limitaciones en carbono. Tampoco la idea estuvo exenta de polémica en los sectores ambientalistas, donde surgieron numerosos críticos del mecanismo, acusándola de inventar una forma legítima para que los países contaminantes sigan haciéndolo.

Chichilnisky defiende su idea, clave para el posible impacto mundial de Global Thermostat. “El mercado de carbono surge para dar valor económico a la atmósfera limpia, como una manera de darle una entrada dentro del PIB. Si no hay un mercado, no hay un precio, y entonces no se mide”, explica. “Se trata de medir el progreso económico de una forma que no nos dé un incentivo para cortar todos los árboles y hacer papel higiénico”.

-Muchos ven allí un permiso pagado para que las potencias sigan contaminando.

-La crítica es que los países pueden pagar y subir sus emisiones: eso es cierto y también no lo es. Es verdad, puedes pagar más dinero y emitir más, pero si en EE.UU. la gente tiene que pagar mucho dinero para poder usar energía sucia, todos sabemos que entonces va a cambiar y vamos a adoptar energía limpia. Eso ya está pasando.

-También se han denunciado fraudes en varios países.

-Sí, y también hay leyes que dicen que no tienes que matar, pero todavía hay asesinatos. ¿Hay que sacar la ley porque hay asesinos? No, hay que llevarlos a la justicia.

-¿Ha tenido el impacto medioambiental que esperaba?

-Absolutamente. Los países que están en el Protocolo, de la Unión Europea, han bajado sus emisiones en un 37% desde el año 2005. Desde entonces, subió a 215 mil millones de dólares el intercambio de bonos en Bruselas, y subió la transferencia de dinero a países pobres para energías limpias hasta 50 mil millones de dólares. Los países que están afuera son el problema.

-¿Es frustrante para usted que el país al que representas, EE.UU., no sea parte?

-Siempre hay controversias cuando tratas de cambiar cómo son las cosas. EE.UU. está acostumbrado a hacer lo que quiere, y eso continúa siendo un problema, aunque el estado más grande, California, ya ha implementado su propio mercado de carbono. También en marzo del año pasado el gobierno federal impuso límites a las plantas energéticas nuevas. O sea que se avanza, pero muy lento.

HEROÍNA VERDE

Además de intentar solucionar el calentamiento global, hoy la economista argentina está abocada a terminar una tarea de años: afirma que va reinventar el modo en que entendemos la probabilidad en la estadística. También está escribiendo su libro número 15, y dicta clases en  Columbia, universidad en que ha enseñado por 25 años y a la cual ha demandado dos veces por las diferencias de sueldo entre profesores hombres y mujeres.

Sus aportes a las matemáticas, la economía y los problemas ambientales le han valido distinciones de  universidades e instituciones de varios países, y recientemente fue elegida por la revista Hispanic Business una de las diez personas latinas más influyentes en EE.UU.

-En Time la eligieron “heroína del medioambiente”. ¿Se siente una heroína?

-Yo lo veo de forma más radical. Creo que si no limpiamos la atmósfera y seguimos con el cambio climático global va a desaparecer la especie humana como la conocemos. No se puede tener una civilización si tenemos cada mes un huracán como Sandy en Nueva York. Si no lo hacemos, la civilización se termina.

-Muchos dudan de que exista el calentamiento global.

-Hay escepticismo e incertidumbre. Pero cuando algo tiene una posibilidad de catástrofe tan grande, hay que resolverlo, aunque no estemos seguros. Podemos estar causando un daño enorme a la humanidad. ¿Estoy segura? No, y tampoco estoy segura de que si me cubro los ojos y cruzo la carretera me va a matar un auto. Pero es un riesgo que no voy a tomar.

-¿Es un problema de costos enfrentar el cambio?

-Hablamos de construir plantas energéticas limpias. Eso hace dinero, y construye trabajo. Entonces no es un costo, es una ganancia. Hay que hacerlo.

-¿Ése es su gran sueño?

-Yo tengo una noción de que el ser humano para ser feliz se tiene que sentir útil. Yo quiero ser útil, eso es todo. Si puedo ser útil para una persona, ya me vale la pena. Si es para muchas, mejor.

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